Don
Nico tuvo suerte hasta de su nombre.
Estaba
predestinado a cargar su debilidad hasta en el mote.
- ¡Qué de a pomada que su nombre sea su vicio!
- Le decía Justo, el de la tienda, cuando hablaban de su diminutivo, mientras
hacía sencillo el billete de cincuenta con el que Don Nico pagaba por la
cajetilla de veinte cigarros que compraba a las siete de la mañana en punto, y
que se acabaría antes de las cuatro de la tarde. –Fijate patojo, que yo me
enteré hasta hace pocos años de esa babosada, porque los hijos de la Noya me
empezaron a decir Don Nicotina, y yo pensé que me estaban diciendo malcriadezas.
Y les empecé a gritar “que son unos hijos de aquí y unos hijos de allá”
maleducados por estarme mentando la madre. Y no mirás que en eso vino su mamá a
decirme que la nicotina es esa cosa que hace que uno sea adicto del cigarrito,
y ya nos matamos de la risa todos. Es que a veces uno es bien burro, todo por
no saber, fíjate vos. Bueno, pues. Ay nos vemos. Regreso en la tardecita.- Y se
iba, con el cadáver del cigarro colgándole de la comisura del labio, mientras
le quitaba el seguro rojo a la nueva cajetilla, y cruzaba la calle para entrar
a su casa.
El
color amarillo de su bigote, el dedo índice y el medio delataban el humeante
hábito de nuestro amigo. Y si uno era lo
suficientemente despistado como para no notarlo, el olor que se desprendía de
su pecho al hablar, lo hacía. Cuando ponía el habla en movimiento, se podía
percibir el traqueteo de impresora de periódico a punto de fundirse, subir por
su garganta, mientras el dióxido de carbono que no moría en su aparato
respiratorio salía con residuos de humo y hedentina a tostador quemado por la
boca. Claro, eso y el hecho de que, mientras estaba despierto, un cigarrillo lo
acompañaba a donde fuera, no dejaban dudas sobre que don Nico era un fumador
empedernido.
El
entorno había ayudado, debo admitir. Las
películas de los 50’s y 60’s que pasaban en los cines Roxy (antes de que fuera
Tikal), Mundial, Capitol, y similares, habían dejado en él, como en toda esa
generación que estaba naciendo cuando estalló la revolución del 44, el
idealismo de ser un macho alfa que trajera revoloteando a féminas de todos los
estratos (siempre y cuando estas fueran hermosas). Esto aunado a la aparición
de actores como Tony Curtis, James Dean,
y Marlon Brando, (cuyos anuncios de cartón amarillento colgaban afuera de los
establecimientos con letra Brush Script)
que traían una sonrisa, la virilidad y un cigarro entre los labios, fomentó en
gran manera la generación de los fumadores de más de sesenta que sobreviven a
nuestros días.
La
primera vez que (el por aquel entonces patojo) Nicolás Rubio probó un cigarro,
casi se muere. Estaban metidos en el parque San Sebastián, controlando la ronda
de policías, que debía pasar cerca de las seis de la tarde (un ratito antes del
toque de queda), cuando Joaquín, otro patojo buzo de la cuadra, sacó de su
bolsillo un cigarro. –Va, ahorita vamos a ver quién es hombre, pues.- dijo
Roberto, a quién los 13 años y la voz de niña traicionaban su intento de
parecer macho hecho y derecho. – Mtch, pero si nadie trajo fósforos- Dijo Nico,
que estaba más nervioso porque lo viera la policía que por tragar humo, y que
era también, el más conservador de sus amigos. - ¡Ay! Qué flor saliste, Nico.
Ya sabía yo que no iban a querer, pero también traje carterita- Dijo Joaquín,
extrayendo del otro bolsillo una carterita húmeda con tres cerillos. –Va,
¿Quién empieza?- Saltó Roberto, con
ganas de ser el primero. – Que empiece el Nico, así no se nos escapa de dar por
lo menos un jalón-. Determinó Joaquín,
acercándose a ver la proeza de su amigo.
Nico
estaba hecho un manojo de nervios. Al tomar la carterita de fósforos, se le
resbaló y la tuvo que limpiar del lodo que había en el parque. El primer
fósforo no encendió nunca. Sus amigos le hicieron casita para que no se le apagara el segundo, y, para evitar que
arruinara el cigarro y el fósforo en el intento, Nico jaló todo lo que pudo de un
tirón, con lo que el humo llenó su boca, garganta, ojos, y posiblemente, hasta
su estómago. Debe haber sido la falta de filtro lo que ocasionó la catástrofe,
porque lo siguiente que pasó fue que Nico tosió hasta vomitar. Sus amigos,
asustados, trataron de sacarlo del parque, y prometieron que nadie iba a
intentar otra vez fumar en su vida. Cuando don Nico se acordaba, se reía hasta acordarse que el primero que
había muerto de los tres había sido Roberto, de enfisema pulmonar. Entonces ya
no se reía.
Con
el tiempo, el cigarro se había vuelto su adicción. Cuando fumaba, las muchachas
jóvenes del sector lo veían, y aunque la mayoría no eran como las voluptuosas
diosas del sexo que en su imaginación atraía, había cantineado a más de una en
su papel de Stanley. Cuando hacía esto, se recostaba en cualquier casa que
estuviera cerca, flexionaba la pierna izquierda, apoyaba el zapato contra la pared,
y veía a la joven en cuestión con aire de sufrimiento (o al menos eso le
parecía a él). El principio de los años setenta
trajo a la vida y al paladar de don Nico el paraíso de los cigarros con filtro
y los cigarros de sabores. La vida se pasaba entre el humo de los buses y autos
pequeños, que empezaban a intoxicar los pulmones vírgenes de la ciudad capital,
y los vapores que emanaban de los filtros que don Nico aspiraba sin cesar.
Al principio, fumaba un par de cigarros al día.
Intentaba aspirar todo el humo posible, y expelerlo por la nariz, como en una
cascada de niebla en la que su boca se perdía. Se ahogó muchas veces, pero por
la fuerza de la costumbre, lo empezó a hacer con naturalidad. Intentó hacer
trucos para impresionar a sus amigos, pero descubrió que el respirar el humo lo
tranquilizaba, mientras que el intentar hacer figuras y piruetas con él, le
desesperaba por el fracaso constante, así que dejó de tratar. Los inocentes dos
cigarros por día rápidamente se convirtieron en 10, luego en 15, y así hasta
llegar a las 2 cajetillas que se hacen humo a diario en los pulmones de don
Nico.
Él, como
cualquier fumador, concibe como una extensión removible de su cuerpo el cilíndrico
y humeante objeto. El filtro se acomoda dentro de la boca como el neonato al
pecho que le alimenta. Es el cigarro el que se alimenta del hombre, no al
revés. Y cuando no está en la boca, el cigarrillo se adhiere al espacio que se
le hace entre los dedos, lanzando punzadas de deseo que penetran por la piel y
suben a través de las manos del fumador, instándole a que lo lleve a la boca de
nuevo.
Antes,
don Nico llevaba solo en los vellos de la nariz el olor a tabaco, pero con el
paso del tiempo, este se ha acomodado en las cejas y el pelo que le sobresale
de la frente, además de la ropa, los dedos y las uñas. El “Ya no fumés, que te
vas a morir ahogado”, “el consumo de este producto es dañino para la salud del
consumidor”, y las desgarradoras campañas que muestran personas que respiran
por medio de un tubo que sobresale de un agujero hecho en la garganta por culpa
del cigarro, no amilanan a don Nico, que ve su vida pasar entre tardes
que agonizan frente a su ventana y nubarrones del blanco fantasma que ha vuelto
su esclavo eterno. A lo sumo, si responde a estas advertencias, se le ve negar
con la cabeza y decir el habitual: -¡Ah, esas son charadas que les dicen para
meterles miedo y hacer que compren tratamiento para cáncer y esas babosadas. A
mí no me va a pasar nada de esas cosas con las que los ahuevan a ustedes,
porque son patojos y mulas!-
Eso
sí, todo el mundo en casa de don Nico sabe cuándo nuestro amigo acaba de
despertarse. En cuanto su cuerpo se desprende del sueño, un quejido casi
gutural huye de su pecho. Tose, como para echar a andar la maquinita de sus
pulmones. Se sienta y sigue tosiendo. –Es el polvo- dice, aunque nadie le cree
desde hace mucho. Mientras se acostumbra al aire libre de tabaco, sus manos
preguntan a la mesita por los dos o tres cigarros que dejó para tener temprano.
La carterita siempre dispuesta le regala un fósforo, que le alumbra la cara y
chispea en sus ojos, mientras el primer cigarro le dice buenos días. Ya listo
para enfrentar la mañana que se aproxima, se dirige al baño, saluda a los que
encuentra a su paso, y busca el periódico. No falta quién se lleve las manos a
la nariz para evitar el desagradable humo mañanero de don Nico. Pero ya está
acostumbrado. Después de cepillarse los dientes, el segundo cigarro se prepara
para adentrarse a la boca de don Nico, que por regla general, deja el primero a
medias, para no sentir que fuma tanto. Este cigarro agota su vida frente a la
ventana en que el viejito se acomoda cuando tiene tiempo para pensar. Miles de
cigarros acaban como soldados derrotados, con la cabeza deshecha contra el
marco de la pobre ventana, que se ha vuelto marrón a fuerza de suspiros y
nicotina. Cuando come, un cenicero aguarda como centinela a que desaparezcan
los sagrados alimentos, mientras una delgada columna de humo busca a nuestro
personaje, enredándose en la silla y haciendo espirales hacia el cielo, como
haciendo tiempo a volver a los pulmones de este amante del humo.
Claro
que no todo es miel sobre hojuelas. Una vez se quedó sin cigarros. Un terrible
25 de diciembre, no abrieron las tiendas, y don Nico, acomodado a los horarios
que mantenían esclavos a los tenderos, no pensó ni previno el desastre. No hubo
quién le diera un pinche cigarrito. Si no hubiera sido por la poca higiene que
su ventana mantenía, creo que nuestro amigo se hubiera muerto de la pura cólera
ese día. Afortunadamente, su ejército de inválidos lo salvó. En la
desesperación, don Nico pasó todo ese día pegado a la ventana, fumando chenca
tras chenca, restaurando colilla por colilla, y viendo de vez en cuando hacia
abajo, para ver si abrían y podía aliviar la terrible ansiedad que le dolía
hasta en el pelo. De más está decir que no abrieron. Al día siguiente, a las
cinco de la mañana, don Nico esperaba impaciente a que la luz de la tienda se
reflejara en otra cortina. En cuanto lo hizo, bajó como alma que lleva el
diablo, y compró, no una, sino dos cajetillas, para no quedarse sin las
provisiones de todo el día.
Afortunadamente,
no se volvió a quedar sin cigarros. Ahora mismo estará en su lugar de guardia,
viendo como las luces de los postes del tendido eléctrico parpadean antes de
encenderse definitivamente. Un cigarro se irá consumiendo, mientras la ilusión
de ser un fantasma revolotea en la cara de don Nico. Parece indio Cherokee,
lanzando mensajes esporádicos que van desde su boca a la ventana, y se pierden
antes de llegar al techo. Afuera, se encienden las luces de las tiendas, y la
gente que vuelve de los trabajos se saluda sin verse. Los buses fuman diésel
para funcionar, y Don Nico y la luz naranja de su boca hacen algo parecido.
Mientras la vida del cigarro se consume, el viejito suma un día menos de vida.
Si alguien ve hacia la casa de nuestro amigo, la sombra de un hombre que
respira humo y recuerdos, y el parpadeo intermitente de una vida que ha pasado
entre la niebla, se distinguen a través de una ventana en la que un cigarro
muere, y el siguiente se prepara para agotarse entre un bigote amarillento.