miércoles, 5 de diciembre de 2018

El Hijo de doña Jimena

Las casas de la entrada a la colonia se despertaron con el fuerte olor a pelo chamuscado que salía a borbotones de la casa de Doña Jimena. A pesar de que todo parecía normal en los alrededores, un grupito de señores asustados en el condominio decidió ir a preguntar si pasaba algo. Doña Jimena los recibió alarmada y mocosa. Dijo que no había sentido nada (señalando su nariz constipada) y que la visita le parecía muy extraña. Para el resto, el hedor era insoportable y parecía venir del cuarto de Estebitan, el nene (que en realidad era un patojo con sus veinte recién cumplidos) de doña Jimena, así que le pidieron ir a ver si estaba bien.

Al acercarse a la puerta, el olor rodeó a doña Jimena por el cuello y le caminó a la punta de la nariz, metiéndosele hasta los ojos y sacándole una única lágrima por la puritita reacción.

–Neneeee. –dijo un par de veces, tocando con los nudillos y aguzando el oído. Les respondió el silencio. 

–Espérenme un momentito, –dijo la señora, haciendo así con la mano y girando el picaporte con cuidado, para no hacer bulla. Dentro, la oscuridad forzada de las cortinas gruesas impedía ver algo. Doña Jimena se asomó a la pared, buscando el interruptor, y, al encenderlo, todos se encontraron con Estebitan en posición fetal sobre la cama hecha, completamente carbonizado y todavía humeante.

Al día siguiente, un par de periódicos amarillistas mostraron fotos de un gigantesco carbón con forma humana encima de una cama inexplicablemente íntegra. Las noticias mencionaban que la policía ya tenía líneas de investigación abiertas y que, aunque todo parecía muy confuso, los videos de la garita (que un audaz reportero ya tenía en su poder) no mostraban a nadie entrando o saliendo de la casa de doña Jimena después de que ella fue por el pan en la tarde.

Doña Jimena (entre el llanto que se le volvía hipo en la garganta) dijo a los reporteros, a la policía y a todo el que se acercó a preguntar, que no había escuchado nada extraño y que su hijo se había ido a dormir como todas las noches el día anterior después de cenar.

Lo que no dijo es que a veces a Estebitan le daba por volverse perro. Le daba pena no saber cómo explicar que el nene se le hacía un chuchito ojijunto, de nariz mocosa, raquítico, a pedazos negro, a pedazos café, que se salía a comer ratías y pajaritos.

Tampoco contó que hace ocho, diez años, volvió de la tienda una noche, y escuchó que algo rascaba la puerta del cuarto de Estebitan.  No quiso mencionar que cuando ella abrió, ambos se asustaron, ni que –al ella acercarse– el animalito salió orinándose del puro miedo por la puerta del garage.

No tenía sentido mencionar que Estebitan (ya niño, no perro) regresó sudadito y eufórico a la casa, horas después, ni que ella le pidió por favor de los favores y hecha una María Magdalena, que no se le volviera a salir así, hecho un... una de esas cosas.

Menos iba a decir que Estebitan le dijo, algo asustado, que no lo había podido evitar. Que estaba en su cama cuando se le subieron cosquillas al cuerpo, por donde le iban saliendo los pelos y le agarró picazón en la garganta cuando se le fue la voz. Que sintió las orejas írsele para encima de la cabeza y los ojos juntársele sobre la nariz y que entonces la oyó meter la llave a la cerradura.  Que se le fue porque su cuerpo lo había obligado y que al salir, caminó como saltando porque pensó que las piedras del parqueo le iban a lastimar las patas. Que por inercia buscó el bosquecito del fondo del condominio que daba a un barrancón y que allí escuchó el canto de las aves que volvían melancólicas a sus árboles. Que les respondió echando tufo por la nariz, como si lo hubiera hecho toda la vida.
Que los otros chuchos rápido supieron que él era gente y le huyeron toda la noche y que casi se topa con un par de gentes en el barranco y que no lo hizo porque las oyó venir a la distancia, que era como si el viento le viniera hablando al oído. Que cuando volvió se encontró un ratoncito y que aunque le daban miedo, cuando sintió ya lo tenía en la boca, medio masticado, medio muerto.

Si no se lo dijo a Esteban grande (que llamaba cada mes para preguntar cómo estaban y para ver si habían recibido el dinero y decía que la vuelta estaba difícil y que no sabía cuándo se iban a ver), ¿cómo le iba a confesar a la gente que ella había hecho de tripas corazón y aceptado que el nene era así, que dios pone pruebas en el camino y que ella las iba a superar con su muchachito?

¿Cómo le iba a decir a cualquiera que los días se hicieron meses y, de repente, ya habían pasado los años y el nene se le seguía yendo como chucho y volvía hecho niño, muchacho, hombre ya, sin que ninguno de los dos pudiera evitarlo?

¿Quién iba a entender que aunque ya se habían asustado (como el día que un chucho rabioso lo persiguió porque no olió que era gente y casi lo mata, y apareció en su cama, desmayado, rasguñado y con una enorme herida en la oreja que requirió puntos y que cuando el doctor preguntó, hubo que decirle que se había caído en el barranco por andar tomando fotos) no había nada que retuviera a Estebitan en la casa cuando se hacía chucho, porque la casa de un chucho que es gente es afuera, para que no se espante de él mismo y no se vuelvan locos los demás?

Nada dijo. Ni siquiera cuando en la funeraria escuchó que, del otro lado del barranco, la gente que quemaba su basura la noche anterior se descuidó y un aire voló las llamas a las ramitas tiesas del fondo y la noche se les fue en apagar el fogarón que se les hizo. Ni siquiera cuando se imaginó a Estebitan, chamuscado, asustado, con su nariz rasposa y sus ojos llorosos, y pensó que seguro le había pasado lo del día que casi lo mata el chucho con rabia: que agarró su forma de patojo, de hombre, y apareció en la cama. Y entonces, entendió que su hijo chucho había quedado en su casa de chucho, apelmazado entre pelos de gato y rata y plumas de pajaritos, y su Estebitan niño, muchacho, hombre, había regresado a su condición de muchachito indefenso a morir en posición fetal sobre su casa de gente. Ni siquiera allí abrió la boca.

Ese domingo, acostada en su cuarto, llorando por el nene, tuvo un espasmo horroroso que no sentía hace años y creyó que iba a desmayarse. Entonces, sintió cosquillas subiéndosele al cuerpo por donde le iban saliendo pelos y le agarró picazón en la garganta cuando, tratando de aclararse la voz, le salió un ladrido. Sus orejas también se fueron hacia atrás y los ojos para adelante. Ya hecha un animalito a pedazos café, a pedazos negro, pensó que si no le había dicho a la gente que su Estebitan se había hecho chucho, menos les iba a contar a nadie que, desde niña, ella también se volvía una.

sábado, 14 de julio de 2018

Perros

Me gustan los perros, pero no como para  que vivan conmigo. Creo que no soportaría encontrarme con su pelo en los sillones o sobre mi ropa. Además, odio el olor que tienen tres días después de haberlos bañado. Me pasaba con los perros que mamá tenía en la casa en que crecí. Tienen algo repulsivo que no soporto y no existe ninguna realidad alterna en que pudiera tener alguno.

Sin embargo, me gustan. Por lo menos una vez al mes viajo por las carreteras y basureros buscando cachorros, perros heridos, a punto de morir de hambre o atropellados. Cuando los encuentro -si tengo suerte-, los meto al baúl y los llevo a un terreno baldío que conozco hace mucho. He descubierto muchas cosas interesantes en mis visitas al terreno.

Cuando se les cortan los tendones de las rodillas, por ejemplo, sus patas toman una rigidez extraña, pero no dejan de aullar. Cortarles las uñas hasta la raíz también los hace retorcerse de dolor. Resulta que tienen venitas conectadas a las garras que se abren. La garganta está llena de tendones que se mueven cuando sufren. En fin... resulta que los animales moribundos son excelentes objetos de estudio y mi espíritu curioso está lleno de dudas.

Hoy, en un basurero, encontré una bolsa moviéndose. En lugar de un montón de cachorros -que creí que encontraría, como pasa a veces (en este pueblo son unos desalmados)- me topé con un bebé que todavía conserva el cordón umbilical. Me sentí inmóvil y pesado como una piedra y no pude reaccionar de inmediato. Esto definitivamente no es un espectáculo diario. Cuando pude pensar bien lo puse en el maletero y me dirigí al terreno baldío.

Llevo poco más de una hora manipulando el bebé y creo, sinceramente, que ya me gustan los niños. Ahora tengo un problema: quién sabe cómo pueda conseguir otros.

miércoles, 3 de enero de 2018

#YoTambién

Dina Fernandez alborotó el avispero recién empezado el año. Después de su columna (Hermosa,colorida dolorosa y triste, tan parecida a América Latina) El hashtag #YoTambién brotó por todas partes.
Durante el día vi infinidad de posts de mujeres violentadas, abusadas y,sobre todo, valientes, contando sus experiencias, para desahogarse, para que otras sepamos que no estamos solas, para  dimensionar el abuso omnipresente, acechando como un monstruo gigante e invisible que nos aniquila sin matarnos (cuando tenemos suerte).
Hace mucho, cuando tenía catorce, mi hermana (que tenía 6) enfermó. Ya no recuerdo bien de qué. Para que no se atrasara en el cole, me enviaron a traer cuadernos a casa de un amiguito que vivía cerca de nosotros.
Su amiguito tenía otros hermanos, uno de ellos, el mayor, tenía diecinueve y estaba en casa. Era hermoso. Alto, Ojos grises, cabello castaño, labios delgados y rojísimos. Siempre me había parecido perfecto. Mientras esperaba por los cuadernos, él y yo nos sentamos en la sala. Me sentía nerviosa porque lo veía interesado. La plática duró menos de cinco minutos. Seguí yendo toda la semana por los cuadernos del amiguito y siempre me sentaba en la sala a hablar con su hermano. El miércoles ya me había besado.  El viernes nos tomábamos de la mano esperando. Yo había estado muy deprimida y su cariño me hacía feliz.
Afortunadamente mi hermana faltó diez días al cole así que los siguientes días también fui. El último de ellos, cuando entré a la casa y me senté en la sala, me extrañó no ver al regordete hermanito. Su hermano me dijo que se había ido a casa de una tía que también vivía cerca. De inmediato me besó. Su impaciencia me puso nerviosa pero no quería que pensara que yo no quería corresponderle así que lo dejé hacerlo. Sentí sus manos tocando mis piernas y la alerta subió por mi pecho al mismo tiempo que sus dedos lo hacían para desabotonar mi blusa.
Le pedí que parara, pero no me escuchó,  así que lo separé de mi boca halándolo por el pelo cuando sentí que mi blusa estaba abierta. Eso lo enfureció y me pegó un puñetazo entre el ojo y la nariz que me atontó y me paralizó. Recuerdo perfecto su voz ronca diciendo que tal vez así me quedaba quieta.
Lo que sucedió después duró menos de un minuto, lo sé. Lo conté. Me dejó la ropa sucia y el corazón roto. Lo vi levantarse a revisar el sillón y dijo que "menos mal era oscuro". Me alcanzó unas toallitas húmedas que usé torpemente mientras me arreglaba la ropa.
Salí llorando pero antes de cerrar la puerta, lo oí decirme que no le dijera a nadie. Que eso me ganaba por puta. Recuerdo haber llegado a casa a llorar hasta cansarme. Recuerdo también haberme bañado muchas veces. Se me hizo un morado en el pómulo, pero cuando me preguntaron, dije que había sido jugando al basket. Un par de semanas después, me expulsaron del colegio por una serie de eventos desafortunados que tenían algo que ver con ese incidente y la depresión severa que venía incubando un año atrás y que terminó con mi segundo intento de suicidio a finales del año escolar.
Al violador (que eso es, a final de cuentas) lo vi frecuentemente durante los siguientes años cerca de casa y siempre sentía sus ojos acusándome, callándome, como si fuera mi culpa. Ahora ya no importa. Hace años que él ya no vive y la sombra de sus dedos tocando mi cuerpo ya no me persigue cuando duermo.
Antes que ustedes, solo las personas más emocionalmente cercanas a mí lo sabían. Pero creo que, como leí tantas veces, callarse es hacerse cómplice. Y es necesaria la dignificación de la víctima, en lugar de culpabilizarla por el constructo misógino que nos hace creer que la culpa es nuestra porque "el hombre llega hasta donde la mujer quiere".
Yo no quise nunca. Yo pedí que parara.

#YoTambién