viernes, 15 de diciembre de 2017

Flores para la abuela


Cuando la abuela nació, la nombraron Hortensia, como su abuela. Supo que su nombre era el de una flor hasta que fue al colegio. De niña, le pedía que me contara esa historia una y otra vez. Al fin y al cabo, su nombre también es el mío y me encantaba saber de dónde venía.
La abuela también decía que le habría gustado llamarse Rosa porque eran sus flores favoritas.

Cada martes, desde que recuerdo, los vendedores de flores pasaban a dejarnos un par de ramos y ella los distribuía por la casa. Dos rosas para su mesita de noche, algunas para la cocina, una para mi habitación y el resto para el florero del comedor.  En el jardín crecían, salvajes, hortensias, geranios y otras flores. Los viernes, cuando yo volvía del colegio, las regábamos para que crecieran fuertes y hermosas, como la abuela esperaba que yo lo hiciera.

En casa solo vivíamos papá, la abuela, una niñera que llegaba cuando la abuela se sentía mal y yo. Nuestra vida era tranquila hasta que papá y los tíos decidieron comprar un mausoleo en el nuevo cementerio de la ciudad. La abuela se negó desde el principio. Dijo que quería que la enterraran con el abuelo. Que siguieran usando el terreno que ellos tenían en su pueblo. El lugar era horrible y encima, carísimo. Que el clima era terrible. Que no podrían sembrar plantas y mucho menos flores. Papá le dijo que era muy pronto para pensar en esas cosas y que, lo mejor del nuevo cementerio, era que se ahorrarían horas de camino hasta el otro terreno que tenían. Que ya estaba decidido.

Durante días, la abuela siguió hablando sola por la cocina, la sala y el jardín, diciendo que no habría dónde poner al menos un rosal para que ella estuviera tranquila. Los tíos dijeron que eran necedades de viejos y dejaron de intentar convencerla, pero papá le contó que había confirmado que podían poner jardineras para sembrar las flores que más le gustaran. La abuela, negando con la cabeza, dijo que no era lo mismo y que ellos no entenderían. Cuando le pregunté por qué se negaba tan rotundamente, dijo que le daba terror la idea de que la metieran en un cajón de piedra en lugar de tierra. Que quería acompañar al abuelo y que ella era una flor que debía volver al jardín del que había salido.

Cuando los tíos llevaron a casa las escrituras del terreno, el asunto al parecer quedó zanjado porque la abuela no volvió a quejarse aunque la veía muy triste y no quería hablarme.  A los días empezó a desvariar. Salía muy temprano al jardín y hacía agujeros con el zapato. Luego ponía la tierra que había removido sobre sus pies y se quedaba quietecita hasta que iba a buscarla y la encontraba viendo al cielo. Cuando le pregunté qué pasaba, dijo que quería volverse un rosal y quedarse en la tierra para siempre.

Pasé algunos días pensando si le decía a papá o no, pero al acercarse el fin de semana, temiendo que la encontrara él y no yo por la mañana, se lo dije. Él me vio con preocupación pero solo dijo que ya hablaría con ella.

El sábado llegó la niñera. Papá llevó a la abuela al doctor muy temprano. Volvieron después de almuerzo y aunque ella se veía relajada, él tenía cara de triste.  Antes de ir a dormir, él me pidió estar alerta con la abuela. También dijo que si notaba algún cambio se lo dejara saber. Pregunté qué había dicho el doctor, pero respondió que había que esperar por resultados de pruebas y hacer más exámenes.
Me dormí pensando qué le pasaría a la abuela y cuando desperté, papá ya se había ido. Fui a buscarla de nuevo al jardín. Esta vez no tenía los pies cubiertos de tierra, pero estaba empeñada en escarbar con las uñas la tierra debajo de sus hortensias. Me acerqué con cuidado y, acariciando su espalda con la mano, pregunté qué le pasaba.  Dijo que sentía que la tierra la llamaba y que solo quería saber de dónde venía el sonido.

Estuve esperando un rato a que se calmara y, luego, la llevé de la mano al baño para limpiarla. Cuando removía la tierra debajo de sus uñas, observé unas raíces diminutas saliendo de ellas y se las quité lo mejor que pude.  El resto del día pasó sin contratiempos y por la noche, cuando llegó papá, le conté el incidente. Me abrazó, y dijo que alguien tendría que hacerse cargo de mí pronto.

Los episodios de la abuela hurgando en la tierra se hicieron más frecuentes y la estadía de mi niñera, permanente. Los sábados papá la llevaba al doctor y volvía cansado y triste. Ella, por su parte, ya no se daba cuenta de mucho. Al volver, casi siempre quería ir al jardín. Sus uñas se volvieron grises y su piel, de pasar todo el día al sol, se fue tornando café. Sus párpados parecían hojas marchitas cayendo sobre sus ojos apagados. Verla me hacía sentir triste.

Una mañana fui a buscarla al jardín pero, como cosa extraña, no estaba.  La encontré en su habitación, que olía a flores recién recién regadas, dormida. Salí de puntillas, para no despertarla y media hora después volví a ver si ya quería comer algo. Toqué sus manos delgadas, con las uñas llenas de tierra y raíces y me asustó su frío. Le toqué la cara y estaba igual. Llamamos a papá, y él a un doctor, y confirmamos que había muerto. Los tíos llegaron en el transcurso del día para hacer los arreglos del funeral y aunque les recordé que ella no quería nuestro mausoleo, dijeron que no íbamos a discutirlo.

Cuando se la llevaron, su aroma de flores frescas se esparció por la casa. Sentí lo mismo cuando llegamos al lugar en el que hicieron su funeral. Llegaron muchas flores para ella, casi todas rosas y papá dijo que el entierro había sido digno. Desde entonces vamos a verla casi todas las semanas. Al final, no dejaron poner jardineras así que las flores que llegan los martes a la casa, las ponemos en los floreros que papá le compró.

Hace unas semanas, vi salir hormigas de una diminuta grieta de la construcción cuando fuimos a visitarla. Me sorprendió ver que llevaban hojitas diminutas. Cada vez que llegamos la grieta está mas grande. Ayer nos encontramos con unas raíces saliendo de ella. Papá dijo que le parece extraño y que va a mandar a alguien a que haga las reparaciones necesarias en unos días. Yo creo que la abuela va a encontrar la forma de seguir creciendo, como las flores del jardín al que tanto quiso volver.

miércoles, 2 de agosto de 2017

La muerte de don Tavo

Tavito salió tarde del trabajo como todos los viernes. Cuando llegó a casa, se encontró con el espectáculo de cada semana: la mesa servida, los platos humeantes pero medio vacíos y  su papá pegándole a su mamá en la sala. Tavito iba a seguir la rutina de sentarse en la mesa a esperar a que su papá se calmara pero ya estaba harto, así que antes de cerrar la puerta, tomó uno de los ladrillos que a veces usaban para atrancar la puerta por las noches y se quedó observando.

Don Tavo se había quitado el cinturón, y Conchita sollozaba acurrucada en su sofá, tapándose la cara con ambas manos.  Don Tavo estaba muy borracho. Tanto, que muchos de sus cinturonazos rebotaban en el sillón y no contra el cuerpo de su esposa. Harto de no acertar, soltó el cinturón y empuñó la mano, pero antes de que pudiera levantar el brazo, Tavito le descargó el ladrillo en la cabeza, haciéndolo caer pesadamente sobre el piso recién trapeado.

Tavito se alistó para recibir los puñetazos de su papá, que seguro iba a matarlo, pero don Tavo no se levantó. Conchita se había quitado las manos de la cara, y cuando vió a don Tavo en un charco de sangre, empezó a llorar compulsivamente.

-Ay papaíto. Mataste a tu papá. ¿Ahora qué vamos a hacer?- fue lo único que la señora alcanzó a decir antes de perder la conciencia en el sillón.
Ahora Tavito tenía dos problemas. Despertar a su mamá y confirmar si su papá estaba muerto. Estableció prioridades y le tomó el pulso a don Tavo. Tenía los párpados entreabiertos y el color había desaparecido de sus ojos. De su boca salía parte de la cena y el alcohol que había consumido durante el día, formando una masa amarillenta y espumosa que flotaba sobre la sangre que seguía manando de su cabeza.Definitivamente, don Tavo estaba muerto.

Tavito Consultó su reloj. Eran las nueve cuarenta y uno. Dejó a su papá donde estaba, seguro de que no iba a moverse, cerró la puerta con seguro, y se fue al sillón. Conchita estaba acostumbrada a lo horrible que era vivir con don Tavo, pero lo respetaba profundamente. El verlo boca abajo y sangrando en el suelo había sido demasiado para ella. Tavito tuvo que cargarla para llevarla a su habitación, y acostándola en la cama, la despertó con un pañuelo impregnado de alcohol.

-Mataste a tu papá, m’hijo- repetía. -¿Ahora qué vamos a hacer?-

Tavito se abrazó a su mamá y le dijo muchas veces que las cosas iban a estar bien. Conchita también se abrazó a su hijo, acomodándose en su pecho para protegerse. Sabía que Dios la podía castigar por sentirse aliviada de no tener que soportar más palizas de su esposo,  pero confiaba en su misericordia. Ya iría a la iglesia a rezar por su alivio en cuánto pudiera.

Tavito también se sentía aliviado y aunque estaba muy preocupado, no podía salir del letargo involuntario en que la situación lo tenía. Cuando volvió a ver la hora, el reloj marcaba más de las once y media. Su mamá estaba aún entre sus brazos y todo parecía estar bien. El único detalle era que el cadáver de su papá seguía en el primer nivel, con la cabeza recostada en un charco de su propia sangre.

-Quedate aquí, mamaíta. Voy a ver qué hago. Tratá de dormir, pero no vayas a bajar, ¿si? – Le dijo a Conchita, dejándola en la cama y saliendo lentamente de la habitación para comprobar los daños.

Desde las gradas pudo ver que la sangre se había extendido en la sala, y el olor a vómito era insoportable. Después de pensarlo un rato se decidió por la única opción en que había pensado para salir del problema en que estaba y tomando el teléfono, marcó uno de los cuatro números que sabía de memoria.

-¿Aló, Rafa?- Preguntó en cuanto la llamada entró.
-¿Tavo? ¿Qué pasó, mano?- Le respondió del otro lado una voz adormitada.
–Vos, voy a necesitar un favor de los grandes. Necesito que te vengás para mi casa lo más rápido que podás y que le digas al Pepita que te acompañe.-
-Vaya, mano. No hay clavo. ¿Estás bien?-
- Simón, cuando vengás te explico.
- Vaya, ay llego, ¿oiste?- Fue lo último que escuchó Tavo antes de colgar.

Con los trapeadores de su mamá limpió la sangre del piso de la sala, y los llevó a la lavadora. Colocó dosis peligrosas de cloro y continuó con su labor. Para cuando escuchó su teléfono sonar, ya casi había terminado la limpieza profunda del piso, el cuerpo fornido de su papá estaba tendido en la sala, y para evitar más manchas, le había colocado algunas sábanas y una almohada en la cabeza.

- Ah la puta, mano. ¿Qué hiciste?- Le dijo Rafa al entrar a la casa y ver a su tío acostado en una almohada que estaba volviéndose marrón.
Tavo se limitó a subir los hombros, viéndose las palmas de las manos y apretando los labios sin poder decir nada al respecto.

-¿Trajiste al Pepita?- Preguntó, en cuanto pudo.
-Simón. Está con el carro afuera. No le dije que entrara porque no sabía.

-Ah, qué bueno. Llamalo al teléfono y decile que te avise cuando no haya nadie afuera, vamos a sacar esto, y lo vamos a meter al carro.- Dijo Tavito, señalando a su papá mientras Rafa marcaba nervioso.

-Vos, dice que no hay nadie, que te apurés y que igual por la hora la gente ya no anda en la calle.- le dijo Rafa un momento después.

Con la sábana que Tavito había puesto bajo la cabeza de don Tavo, lo envolvieron, y lo sacaron entre los dos. Salieron con miedo pero el Pepita tenía razón porque no había nadie afuera, así que fue fácil meter a don Tavo en el asiento trasero del auto. Tavito se fue con él para mantenerlo erguido y para cuidar que no ensuciara la tapicería. Rafa se subió al asiento del copiloto.

-Ahorita vámonos al campo de fut que está por el chupadero al que va mi papá.- Le dijo Tavito al Pepita, que solo asintió y condujo el auto, que parecía estar lleno de muertos que respiraban agitados.

Al llegar, encontraron el campo a medio iluminar pero vacío. Dieron un par de vueltas para confirmar que no había nadie y se decidieron a parar en la esquina que más oscura les pareció.
– Ahora ayudame a sacarlo .- Le dijo Tavito a Rafa, que ya abría la puerta trasera mientras él se bajaba a buscar piedras. Encontró una que le pareció adecuada y la puso cerca de la acera. 

Al sacar el cuerpo, Rafa le quitó la sábana y trató de ponerlo de pie siguiendo las instrucciones de su primo y pasándo el brazo rígido de su tío alrededor de sus hombros. Entonces Tavito lo tomó por el cuello y le dio un leve empujón hacia atrás, haciendo que don Tavo enterrara la piedra en el cráneo y el cuello con la caída. Rafa se limitó a ver todo con la boca abierta, y el Pepita continuó en su puesto de centinela sin inmutarse. Tavito subió al carro y Rafa hizo lo mismo, con los ojos a punto de salirse de sus órbitas.

Al llegar a su casa, Tavo se bajó y con un movimiento de cabeza les dijo hasta luego a Rafa y al Pepita, que le devolvieron el saludo y entró a su casa como un sonámbulo.
Era casi la una cuando tocó la puerta de su mamá. La señora lo veía con ojos angustiados, pero ya había dejado de llorar.

–Todo va a estar bien, mama. No se preocupe.- Dijo, y se acercó a la cama para besarle la frente, cómo ella hacía cuando él era un niño. La señora se durmió automáticamente después de ese beso y Tavo fue a su habitación, cayendo rendido en su cama hasta las cuatro de la mañana, hora en que los fuertes golpes que estaban dando en la puerta lo despertaron.

Era don Armando, el señor del periódico, que venía a decirle que habían encontrado a su papá tirado en la calle y se lo habían llevado los bomberos. Tavito le dio las gracias y llamó a los bomberos. Después a la policía. Allí le dijeron que su papá estaba en la morgue. Lo fue a traer y lo velaron esa noche.

-Es que muy bolo era el don, hombre.- Decían las amigas de Conchita, esperando a que esta saliera a recibir las condolencias.

-Ya decía yo que así iba a parar. Es que mucho chupaba y ya no se controlaba ni en la caminada.- Decían también sus amigos de cantina, que habían llegado a la casa a darle el último adiós a su amigo. Solo entonces Tavito pudo llorar y limpiarse los pecados mientras sus lágrimas caían copiosamente y los presentes le pedían que se calmara.

Desde la ventana que daba a la calle, Conchita veía a la gente que estaba llegando sin decidirse a bajar porque don Tavo se había llevado todo su llanto y lo único que tenía para despedirlo era la calma que desde la noche anterior le salía por los poros.

martes, 11 de julio de 2017

Mamá teje

El día empieza como muchos otros. Mamá se levanta antes de que el sol lama las puntas de las colinas que rodean el pueblo. En cuanto se despierta va a mi habitación y me acompaña a la calle, escoba en mano. Adormilado, barro las hojas amarillentas que el viento de la noche ha sacudido de los árboles y la oigo decir que se le ha acabado una madeja de lana. La blanca.  Presiento que tendré que ir por ella más tarde y faltar al colegio de nuevo.
Termino de barrer mientras ella se sacude el frío de la ropa y la veo entrar a preparar su café. Los dedos de mis pies empiezan a teñirse de azul por el frío de la calle. No debí salir sin calcetines aunque prefiero eso a que ella se moleste por haberlos ensuciado tan temprano.
Entro a casa y la encuentro tomando café. Sus lentes están empañados, pero no importa porque bebe con los ojos cerrados. Dice que el aroma le recuerda a papá. Le pregunto si ha llamado y dice que no, que solo envió mi mensualidad como siempre.  Cuando le quedan un par de sorbos a su taza de café, la voltea, el líquido cae al suelo y con un intento de sonrisa escapando de la comisura de su boca me pide disculpas. Voy por una servilleta para limpiar, pero ella me detiene diciendo que el piso quedará horrible con papel, que use un paño, así que tengo que limpiar con él e ir a lavarlo después de eso.
Cuando termino, noto que no se ha ido a su habitación. No tengo la lana blanca y no puedo tejer, dice. Le digo que voy a bañarme y enseguida voy por ella. Dice que luego tendré tiempo para bañarme, y me da dinero para ir a la tienda de telas e hilos que está en la entrada del pueblo. Reviso la cantidad, que es exacta para comprar la lana y le pregunto si me dará dinero para tomar el autobús. Dice que no es necesario. Que me hará bien hacer ejercicio y caminar un poco. Voy a cepillarme los dientes y trato de arreglar mi pelo. Me pongo los pantalones que el día anterior me puse sucios, calcetines y un par de tennis y salgo de casa.
No se vaya sin despedirse, dice. Me acerco para besar su mejilla y me da una bofetada antes de llegar a ella, como hace siempre, diciéndome que despierte, que parezco dormido. Siento el ardor de sus dedos en la piel, que imagino roja y salgo, con un poco de frío y un poco de hambre saltando en mi estómago.
El camino al almacén de lanas es largo y empinado pero está en línea recta desde casa. Al menos sé que más adelante hay árboles de fruta y podré comer algo. Creo que el desayuno de ayer fue lo último que comí pero no estoy seguro. Me tardo casi una hora en llegar y compro pronto. He tenido que regatear un poco porque las lanas estaban más caras, pero como mamá siempre compra en el mismo lugar, al final he conseguido la preciosa lana blanca al mismo precio "por última vez".
Regreso a casa pronto y encuentro el camino mucho más corto porque ahora va hacia abajo. Al llegar estoy empapado en sudor pero me siento bien. Mamá se bañó mientras no estuve y está muy guapa, aunque ha dejado el baño hecho una porquería y ahora tengo que limpiarlo. Al terminar, veo que ella está revisando lo que llevé y dice que la lana no es igual a la de siempre. Le digo que han cambiado el precio y que la próxima vez tendré que llevar un poco más de dinero. Mamá responde que quiero robarle y que la próxima vez me dará lo mismo. Me siento un poco fastidiado pero no digo nada. Solo quiero bañarme aunque no puedo hacerlo porque mamá quiere que le ayude a limpiar el jardín, así que paso el resto de la mañana recogiendo hojas muertas y revisando el abono de los nuevos rosales que mamá compró la semana anterior y cuando termino, hago la limpieza de la casa muchas veces porque a mamá le molestan las manchas que dejo en el piso cuando camino aunque le he explicado mil veces que no puedo evitar caminar mientras limpio.
En el almuerzo tomo un intento de sopa que consiste en algunas hierbas que recogimos en el jardín por la mañana, que no saben a nada y que me dan más hambre de la que me quitan. La comida de mamá, en cambio, luce fantástica. Creo que fue a la carnicería mientras estuve fuera porque veo una comida completa que incluye una jugosa porción de carne y guarniciones que tarda mucho en comer pero debo esperar hasta que termine para poder levantarme a lavar los platos sucios.
 Cuando acabamos y me dirijo a la cocina veo que el resto de la sopa está derramada en el piso y mamá dice que se le habrá caído por accidente. Entonces me toca limpiar otra vez.  Hasta que brille, ha dicho, y veo que cuando se ha ido de la cocina, sus pies se han llevado la sopa hasta la sala y que ha manchado un poco la alfombra que está cerca de su sillón. Me toma más de una hora limpiar todo porque la alfombra solo se limpia cepillándola. Siento que mi espalda va a romperse y tengo la necesidad de sentarme porque he pasado todo el día haciendo más cosas que las que hago normalmente.
Al terminar con la alfombra, me levanto y veo a mamá tejiendo pacientemente. Me acerco para contarle que ya acabé con todo. No te sientes porque estás sucio, dice, así que me quedo de pie. No sé por qué papá dejó de llamarnos y el dinero que nos manda es poco. No alcanza para nada, termina, hundiéndose en una profunda exhalación con la que parece querer expulsar su frustración o su tristeza.  Solo asiento, sin responder y la veo levantar la mirada, analizándome, desnudándome lentamente mientras niega con la cabeza por la repulsión que le produce verme. Es una lástima que me parezca tanto a papá.
Antes de que descanses, necesito que vayas por pan, murmura, volviendo la vista al precioso chal que está tejiendo. Le pido dinero y responde que utilice el que me sobró de las lanas y aunque le recuerdo que me dio la cantidad exacta, afirma que le he mentido y que quién sabe qué habré comprado al ir en la mañana a la entrada del pueblo. Ella no está criando ladrones y será mejor que vuelva con pan en menos de treinta minutos, CULMINA.
No quiero salir de casa sin dinero. Me siento cansado y triste. Observo a mamá, admirando sus preciosas lanas, su precioso tejido y sus preciosa agujas y siento que la rabia que tengo contenida desde esta mañana me rueda del pecho a la garganta, arrastrando los recuerdos de todos los otros días en que también me he sentido humillado. El enojo me baja por el brazo, corriendo, como yo venía esta mañana de la venta de hilos. Siento los ojos pesados y parpadeo lentamente mientras mi mano se mueve a la canasta con lanas. Entonces veo que he tomado una aguja y la he clavado en la mano de mamá antes de que tenga tiempo de reaccionar. Ella lanza un grito de angustia y me da una bofetada con la mano libre. El sonido de su mano rebotando contra mi piel me causa risa. Pienso que le voy a tejer las manos para que no vuelva a tocarme la cara nunca mientras saco la aguja con la misma fuerza y perforo su blanca mano hasta volverla bermellón. Entonces río. Río hasta que tengo ganas de vomitar y mis ojos se cierran entre millones de colores que parecen salir de mi risa.
Cuando abro los ojos, estoy sobre la alfombra que acabo de limpiar y mamá teje. Qué bueno que te desmayaste antes de salir, me dice cuando ve que estoy moviéndome. No habría podido entrarte. Apenas si pude acomodarte en la alfombra. Seguro el sol de la mañana te hizo daño. Me toco la cara y reviso el piso. Me alegra no haber vomitado. Le pregunto si pasó algo más y dice que no, que le dije que iría a buscar el pan y que me desmayé al dar la vuelta. Siento alivio en mi pecho y trato de incorporarme.  Ve al baño y lávate, me dice.  Cuando llego y me examino, noto marcas de su mano en mi mejilla. Decido bañarme. Me desvisto y entro a la regadera. Al intentar lavar mi pelo, siento dolor en la palma de mi mano. Veo heridas superficiales que por suerte no sangran. Salgo y voy a sentarme al sillón desocupado.
Mamá me observa, con la misma repulsión de cuando estaba sucio y me pregunta cómo me siento. Levanto los hombros para responderle. Papá no va a volver, ¿verdad? sale de mi boca y ninguno vuelve a hablar en toda la noche aunque veo a mamá viéndome con rabia de vez en cuando.

Me vence el sueño. El chal que mamá teje es precioso, aunque no creo que vaya a usarlo todavía porque la sangre de sus manos ha manchado la lana blanca mientras trabaja.

martes, 13 de junio de 2017

El rapto


Hace un año, cerca de estas fechas, me desperté una noche porque sentí que un camino de manos sobre mi cuerpo me sacaba de la cama para  llevarme a la calle con todo y sábanas. Grité todo lo que pude y vi a mamá, todavía en camisón, estirar el cuello para ver si me estaban haciendo daño.
-¡Suéltenme, hijos de puta!- Les grité.
-Métanle algo en la boca. Dios no dice esas cosas.- Dijo alguien que estaba lejos, y me bajaron un poco, lo suficiente para anudar una parte de mi sábana atrás de mi cabeza y meter algo del trapo en mi boca para amortiguar mi voz, cosa que lograron porque pronto empecé a ahogarme con la saliva que bajaba por mi garganta. Decidí dejar de gritar porque de todas formas nadie iba a ayudarme.
Salieron de la casa conmigo en hombros y mamá se asomó a la puerta, todavía con el cuello estirado mientras otras personas intentaban calmarla.
-Con cuidado, m'hijo.-  Me gritó cuando ya dábamos la vuelta a la cuadra y me llevaban a la iglesia.
Cuando llegamos, escuché que la gente, entusiasmada, dejaba de hacer sus cosas y me observaban, como si nunca antes nos hubiésemos visto.
-¡Es el niño Dios!  ¡Ya lo trajeron!- Decían.  Adentro, la iglesia estaba adornada para las fiestas que teníamos que celebrar esa semana. El anda de la procesión estaba casi montada y muchísimas flores adornaban sus esquinas. En el suelo yacía, partida por la cadera, una figura religiosa, que tenía casi todas mis facciones.
Que me dijeran “niño Dios” no era nuevo. Cuando era pequeño, las viejas del pueblo nos detenían en la calle, a mamá y a mí, para decirnos “Te parecés a Dios”. Ella me veía, sonriendo, y ambos dábamos las gracias al mismo tiempo, casi cantando, entre orgullosos y avergonzados. Mientras pensaba en esto, veía a los encargados del anda hacer mediciones para confirmar si yo cabía en el lugar de dios.  Los que me habían traído se rehusaban a bajarme, sosteniendo fuertemente mis piernas y brazos, como si yo fuera un venado que acababan de cazar, probablemente por el miedo a que me escapara.
-¿Cómo se nos fue a caer?- repetían las señoras, llorando, mientras recogían los pedazos de la imagen del suelo. -Menos mal este se le parece- dijo alguien. –A esta hora ya no hubiéramos llegado a ninguna parte para pedir que nos prestaran uno.- Y quién sabe si nos lo hubieran prestado. Mejor a lo seguro.- Concluyeron.
En eso llegó el doctor del pueblo, preguntando por mí y a su solicitud me bajaron por un momento, atándome de pies y manos, y me dejaron frente a la parte superior de la imagen, bajando mi ropa de dormir mientras yo trataba de moverme para evitar que lo hicieran. Inmediatamente sentí un pinchazo en la pierna, un quejido ahogado salió de mi garganta y el doctor dijo que podían quitarme la sábana de la boca. Mientras lo hacían vi que los ojos de la figura me veían con compasión pero sus labios se curvaban en una mueca de burla que me dio vértigo antes de sentir que perdía el conocimiento.
Cuando pude abrir los ojos, sentí el sol quemando mi piel, sin dejarme ver nada. Tardé mucho tiempo en acostumbrarme a la luz de mediodía y cuando lo hice, vi que me habían puesto sobre el anda con una especie de taparrabos por toda vestimenta y que me habían atado de las muñecas, cintura y cuello a una cruz.  También habían metido una bolita de tela en mi boca,  y aunque podía respirar, no pude sacarla con la lengua por más que quise. En la calle, la gente se aglomeraba para verme y una banda que venía tras nosotros tocaba una triste canción que era acompañada por el llanto de la gente que venía en el cortejo.  Al llegar a una esquina y doblar la calle, vi gente persignándose mientras me veían fijamente. Los brazos me dolían y sentía como si mi cabeza tuviese piedras encima. Mi cuello también estaba lastimado y aunque aún quería bajarme, también quería seguir disfrutando del espectáculo. Ya que no tenía opción, seguí observando.  Las mujeres me lanzaban besos, y los hombres rezaban bajo mis pies mientras me cargaban. A cada paso me caían flores en las piernas, en el torso desnudo, y las madres cargaban a sus hijos para que pudieran verme mejor. Un par de niños se asustaron porque yo movía la cabeza pero sus mamás los calmaron enseguida y todos siguieron adorándome mientras la música subía y los cargadores se esforzaban por mantener el paso a lo largo de la calle.
Cuando empecé a buscar rostros conocidos, encontré el de mamá, bañado en lágrimas. Estaba completamente vestida de blanco y la veía orgullosa de mí. Entonces, levanté la cabeza y vi al cielo, tal como estaba la imagen por la que me habían cambiado. Entonces más personas empezaron a verme y escuché algunos aplausos, mientras sentía mi corazón llenarse de vanidad.
Me mantuve así todo el tiempo que pude hasta que sentí el cuello a punto de romperse y entonces dejé caer la cabeza sobre el pecho para descansar un poco. En cuanto sentí fuerzas suficientes, volví a erguirme y vi que mamá seguía observándome y que me hacía señas para que me mantuviera como estaba. Asentí ligeramente y como el cortejo estaba a punto de terminar, no tuve problemas para mantener la pose hasta el final. En la entrada de la iglesia nos recibieron montañas de flores y aplausos. La banda tocó su canción más triste y los cargadores susurraron oraciones pidiéndome perdón por sus pecados mientras yo asentía diciéndoles que estaban perdonados.
Ya dentro de la iglesia colocaron el anda en los soportes destinados para ello y un par de tipos se subieron a desatarme. Me sacaron el trapo de la boca y musitaron un “disculpe” mientras me devolvían la ropa de dormir. Me bajé de inmediato y busqué un lugar seguro para cambiarme  y en cuanto estuve listo, salí de la iglesia hacia la casa.
Vi mucha gente murmurar en la calle pero nadie me dijo nada y cuando llegué a casa, mamá se cercioró de que estuviera bien y me dio bebidas para que me repusiera mientras me abrazaba, orgullosa.  Esa noche dormí perfecto, soñando que me admiraban y al día siguiente mi vida siguió normal aunque el cuello me dolió aún unos días. Un par de meses después supe que habían reparado la figura.
Ayer que volvía del trabajo, vi que la gente de la iglesia estaba adornando la entrada.  Entré y pregunté cómo iba todo a las personas que ayudaban a preparar el cortejo. Entonces, viendo la imagen y una escalera cercana, pedí permiso para subir y comprobar que todo estuviera bien para evitar altercados como el del año pasado. Un poco extrañados, asintieron y entonces me subí a desmontar la imagen y me bajé de inmediato diciéndoles que todo estaba perfecto, yéndome enseguida.

Al llegar a casa le he dicho a mamá que tengo sueño y que quiero dormir pronto. Ella me ha dado las buenas noches pero me he puesto la ropa de dormir del año pasado porque creo que es de buena suerte.  Me he mantenido alerta y creo escuchar que tocan la puerta. Mamá pregunta si necesitan algo y escucho mucha gente entrando e ignorando su pregunta. Entonces cierro los ojos, tratando de esconder mi sonrisa, que se parece a la que la figura me devolvió el año pasado y siento nuevamente un camino de manos subiendo a mi cuerpo que me lleva  (pretendemos todos que es a la fuerza) a la alegría de ser su dios de nuevo.

martes, 2 de mayo de 2017

El gato


Mi vida es aburrida. No tengo amigos ni ganas de hacerlos. De lunes a viernes voy al trabajo y vuelvo a la casa que el abuelo me dejó hace algunos años. En la entrada hay un enorme y oscuro pasillo, en el que siempre me entretengo unos instantes buscando a tientas el interruptor. Cuando lo encuentro y enciendo las luces, camino entre habitaciones vacías que no me he molestado en poner en renta. Al fondo, un patio interno me lleva a la cocina, a la que solo voy en busca de algo que no tenga que cocinar. Ya con provisiones en mano, me dirijo a mi habitación y casi siempre termino dormitando en el sillón o en la cama mientras la televisión pasa crímenes de décadas pasadas o telenovelas que nunca estuvieron de moda.

Mi rutina era estable, pero hace algunos meses, mientras veía el cielo por el patio antes de entrar por algo de comer, un gato gris saltó del jardín a la ventana de la cocina, para luego huir por la terraza, maullando como si lo hubieran herido. Después del susto que me provocó el intruso, pensé que el pobre gato había venido por comida y había salido aterrado. Revisé brevemente la cocina y el pasillo y todo estaba en orden, así que fui por una bolsa de frituras y la llevé a mi habitación para terminar mi día como los anteriores.

La tarde siguiente, el gato me esperaba en el pasillo, maullando. Traté de llamarlo mientras caminaba a la pared del pasillo, buscando el interruptor y aunque no me siguió, tampoco huyó. Fui a la cocina y volví con algunas galletas para dárselas, pero las vio con indiferencia y se quedó observándome. Entonces recordé que a papá y a mamá no les gustaban las mascotas y que nunca había tenido una. Puse una rodilla en el suelo y alargué la mano, para tratar de acercarme al felino y para mi sorpresa, no se movió. Mientras pensaba si estaba preparada para adoptar a un gato o no, algo debe haberlo asustado, porque salió corriendo, sin darme tiempo de acariciarlo, o alimentarlo, o quedármelo.

Sus visitas se hicieron frecuentes. Tanto que empecé a pasar al supermercado por comida y galletas para él, esperando que en algún momento quisiera comer. Al llegar a casa y mostrárselas siempre las olfateaba, indiferente, y sus profundos ojos grises recorrían mi nariz, mi boca, mis ojos y mi cuello. Su mirada profunda me incomodaba un poco, pero sentirlo cerca me hacía sentir menos sola.

Un día, mientras ponía su comida en el suelo, se acercó a mi pierna y se frotó contra ella, ronroneando de placer mientras yo evitaba moverme y sentía los brazos erizándoseme con su contacto. Estuvimos así algunos minutos y luego, cuando estuvo satisfecho, se fue. Me quedé pensando que quería que se quedara y la noche se me fue viendo a la puerta y esperando a que volviera.

El frotarse contra mi pierna se nos hizo rutina. En cuanto lo hacía, sentía su ronroneo subir en mi cuerpo, picándome en la lengua, en los dedos, en el cuello.  Empecé a soñar con él. Con sus ojos grises y la forma en que mi cuerpo respondía a sus caricias. Soñaba que subía al sillón y me dejaba acariciarlo.  Cuando despertaba, mi piel aún estaba eriza y pasaba el día esperando para verlo de nuevo.

Empecé a dejar abierta la puerta de mi habitación cuando iba al baño. Siempre que regresaba, el gato iba saliendo.  Entonces me acercaba a la cama y sentía el calor de su cuerpo desprendiéndose de mis sábanas y me alegraba pensar que se estaba acercando a mí.  A partir de esos encuentros, dejé de dormir bien.  Soñaba al gato durmiendo en mis sillones, acompañándome, viéndome mientras me bañaba y dejándose acariciar. Me despertaba incómoda y me sentía ansiosa por lo que el animal me estaba causando.

Una mañana, mientras salía de la ducha, vi su silueta en la ventana del baño. Cuando la abrí, salió huyendo.  No me molesté en cerrarla de nuevo y el día siguiente, por la mañana, lo vi observando mis movimientos fijamente mientras la espuma del jabón limpiaba mi piel. Sentí frío en la espalda, pero continué mi baño, sonriendo y pensando que el gato disfrutaba tanto como yo de mi baño. A partir de entonces, empezó a llegar por las mañanas y las noches y aunque su resistencia me molestaba, las sensaciones que me provocaba mientras lo veía observarme me producían placer y me hacían sentir confundida.

La semana pasada comí algo que me indigestó en el trabajo y llegué deshecha a casa. El gato no estaba. Traté de descansar un poco pero las ganas de vomitar me lo impidieron. Dejé la puerta de mi habitación abierta y no me dio tiempo de encender ninguna de las del pasillo. Estuve un buen rato tratando de liberar mi cuerpo de la intoxicación y cuando volví,  vi una sombra enorme, como de un hombre alto con sombrero, asomándose por la puerta. Al terminar la sombra, lo que salió de mi habitación fue el gato. Tardé un poco en entrar porque moría de miedo, pero al hacerlo, no encontré nada.  Pensé entonces que estaba muy cansada y que el poco dormir y el mucho pensar en el gato me estaban haciendo daño.

El día siguiente decidí que ya no quería que el animal me viera al bañarme, así que cerré la ventana. Mientras me desvestía, vi pasar la misma sombra del hombre ensombrerado y ya no creí que fuera producto de mi malestar de la noche anterior. Salí del baño y encontré al gato, viendo la ventana sin atreverse a subir.  Lo ahuyenté y salió por el patio en un par de segundos, pero la imagen de la sombra apareció intermitentemente todo ese día en mi cabeza.

La siguiente noche, el gato no estaba cuando llegué y decidí repetir el proceso de dejar la luz de mi habitación encendida y el pasillo a oscuras mientras iba al baño. También la siguiente. Y la siguiente. Y la siguiente. Y todas las veces,  la suma de la luz contra el cuerpo del gato, daba como resultado que el hombre con sombrero salía de mi cuarto. Al llegar a mi cama, esta seguía caliente, caliente del maldito animal.

Este jueves fingí ir a al baño en cuanto escuché al gato en la terraza. Ya adentro, esperé algunos segundos, contando con que entrara a mi habitación. Entonces, caminé sigilosamente, casi pegada a la pared del pasillo, con la certeza de que iba a encontrarme de frente con el hombre de sombrero que me había acompañado los últimos meses. Estaba a punto de llegar a la puerta cuando mi zapato se desprendió del talón, haciendo ruido y solo  me dio tiempo de asomar la cabeza hacia adentro, para encontrarme con una figura larga que con cada paso se fue compactando hasta volverse el gato gris de siempre en mi pasillo.

El corazón me reventaba en el pecho y me sentía asustada y mortificada por el ruido que no me dejó ver qué era lo que había estado en mi casa en los últimos tiempos. Sentí que me faltaba el aire y decidí que necesitaba descansar y reponerme de la conmoción que sentía. Caminé a la cama con la intención de hacerlo pero me detuve porque mis pies tropezaron con el sombrero que en la huida se le cayó al gato.

Desde entonces he regresado a la rutina de dormitar mientras la televisión está encendida. Mi vida ha vuelto a ser tan aburrida como antes y ya no he pensado en qué pudo haber pasado la noche del jueves.  De más está decir que el gato no ha vuelto pero he despertado los últimos días con la espalda eriza, los nervios crispados y su sombrero entre las manos.

viernes, 14 de abril de 2017

Anecdioteces. Emergencia.


Soy hermana mayor. Seguro saben eso. Los nenes (el Taltu y el nene) tienen ocho y seis años menos que yo y durante buena parte de su infancia y mi adolescencia/juventud fui la encargada de velar por sus tiernos huesitos. Como también les he dicho, no costó demasiado porque estos chicos son... Unos pasmados. Pasmados de esos que no se suben a los árboles ni al respaldo de los sillones ni van a los parques ni juegan pelota ni nada porque les gusta la tranquilidad de estar sentados o (mejor aún) acostados. Aún así, un día (craso error) rompimos la monotonía y esa es la emergencia que quiero contarles.
No recuerdo el mes, el día ni el año. Es posible que yo tuviera catorce o quince. Es probable que estuviésemos en Marzo pero también pudo ser septiembre. También creo que mis papis iban a tener una fiesta o habían tenido una porque el lugar en el que en general estaba la sala y el comedor estaban vacíos. El dato que más cercano me parece es que era un lunes y sé con certeza que ese día no fuimos a estudiar.
Por la mañana, papi y mami se fueron a trabajar y salí a dejarlos. Los nenes no porque estaban en la cama del cuarto de mis papis, comiendo o algo. Todo lo que teníamos que hacer ese día era quedarnos en la cama, jugar videojuegos, comer, lavar los platos y arreglar en general la casa, me dijeron antes de irse y dije que así lo haríamos.
Luego de poner seguro a la puerta principal, volví a la cama con ellos y jugué un rato en la consola, hasta que me dio hambre y fui (en calcetas) a buscar algo de comer a la cocina. Al salir del cuarto, me resbalé por accidente y vi las posibilidades de diversión infinita que tenía nuestro pasillo libre y encerado.  Entonces  empecé a patinar. Después de algunas vueltas, vi al nene recostado contra el marco de la puerta, arreglando sus calcetas (o calcetines) para acompañarme en la "patinada" y al Taltu viéndonos desde la cama.
Cuando vi que mi hermanita también estaba arreglándose las calcetas, me dio una punzada de miedo premonitorio. Y es que probablemente ustedes no lo sepan, pero en la infancia, el Taltu se tropezaba con sus propios pies porque  torcidos. Sin embargo, no hice nada para evitarlo y seguimos patinando como los inconsecuentes que éramos.
Después de un rato dando patinazos ya sin chiste, quise hacer un truco y salté al dar la vuelta. Fue maravilloso. Mi hermano hizo algo similar y también estuvo perfecto. Luego el Taltu trató de dar una vuelta y lo que pasó fue que al girar, sus pies hicieron un nudo y cayó con la boca (cosa que fue mucho mejor que si hubiera caído de nariz) a dos pasos de mí. Lo vi todo en cámara lenta: la cabeza de mi hermanita bebé en picada al suelo y la carita de susto del nene a la par mía. El golpe seco y el rebotar de su boca contra el suelo. El silencio que duró unos segundos y luego, al levantar el mentón, el desastre.
En la caída, los dientes frontales del Taltu se incrustaron en su boca,abriéndole el labio superior (piensen en como tienen la boca los conejos o los gatos). Cuando levantó la carita, gritó "¡Auxilio, que alguien me ayude!" dos o tres veces, y aunque ahora me da mucha risa, en ese momento sentí ganas de llorar porque no sabía qué hacer. En casa, mis papis dejaban el teléfono desconectado y todavía no teníamos celulares, así que estábamos incomunicados. Tampoco teníamos dinero y la casa de mi abue (a dos cuadras de la nuestra) me pareció lejana.
Mi hermanita seguía llorando. Su labio, partido mostraba distintas capas (blanca, morada, roja) que los dientes habían roto, y la carita se le estaba hinchando. Entonces tuve que armarme de valor y salir de la casa. En la esquina había una tienda y le pedí al chico que la atendía una moneda de veinticinco centavos. "Se la paso después". Le dije. Fui al teléfono público que estaba a unos pasos de la tienda y llamé a papi, para pedirle que viniera porque teníamos una emergencia. Creo que me gritó que qué pasaba pero solo le dije que viniera rápido antes de que la llamada se cortara. Entonces volví a la casa y mis hermanos todavía estaban medio tontos y llorosos.
Papi llegó rapidísimo, le lavó la boquita al pobre Taltu (con jabón de tocador de esos que arden) y se la llevó, sin preguntarnos mucho. Supimos de ellos un par de horas después. En mi misma calle había un pediatra pero el único hilo que tenía disponible era como para coser toldos, así que prefirieron ir al pediatra regular, que por supuesto, no estaba todavía en el consultorio. Esperaron una hora y mi hermana se durmió, con la boca abierta, manchando la camisa de papi. Allí supimos  que sus dientes se habían aflojado. La patinada salió en tres puntos de sutura y limpiar la sangre del suelo y la ropa. Ella dice que la anestesia no le hizo efecto y que pasó por el dolor psicológico de ver la aguja que le traspasaba la boca y el físico de sentirla en su boquita de bebé. También dice que mientras lloraba, papi le daba coshcos para que se tranquilizara porque no dejaba de moverse.
A los días de tener los puntos puestos, se empezó a zafar el hilo de uno ellos con la lengua, hasta que cargaba el hilito con trozos de piel colgando de la boca. Pocas cosas me han causado más repulsión que verla haciendo eso, pero lo bueno de todo esto es que: No se le cayeron los dientes (que por cierto ya no eran de leche), su labio cerró decentemente y mis papis nunca supieron que se cayó por patinar (porque les dijimos que se había tropezado y por supuesto que nos creyeron porque mi hermana es torpe, ya les dije) y el chiste de ella diciendo "auxilio, que alguien me ayude" se volvió un clásico en casa.
En fin. En casa son unos sedentarios. No volvimos a patinar, mis hermanos no son conocidos por hacer deporte y espero que así sea por siempre porque ahora que lo pienso, el Taltu no ha dejado de tropezarse con sus piernas.

jueves, 23 de febrero de 2017

Los cagadales de Karlita

¿Por qué no me llamó? Si usted sabía que yo siempre llego. Si no tenía nada qué hacer. Me caga de verdad. Puta. Estoy que estallo. Si yo estaba para usted. Hoy no era la excepción. Hubiera salido un rato del trabajo y la hubiera ido a traer. ¡Puta, Karla! Si para eso soy su hermana. ¿Se acuerda de cuándo usted era pequeña y no hacía más que lastimarse? ¿Cómo cuando patinamos con calcetas en el piso encerado, y usted se tropezó con sus pies torcidos y se hizo una herida que todavía tiene en la boca? ¿Quién llamó a mi papá? ¿Quién la ayudó a contener la sangre? O cómo cuando se tomó un frasco completo de medicina. ¿Se acuerda que no le dijimos nada a mi mamá y cuando se dio cuenta casi me mata, por no cuidarla?
O cuando me preguntó si tenía el pelo más corto y no me dijo que se lo había cortado con unas tijeras de cocina un día antes de aquella boda en la que tenía que llevar los anillos.  Ese día mis papás me volvieron a hablar sobre las responsabilidades de ser su hermana mayor. Solo en pendejadas vivía siempre, y por su culpa, siempre me castigaban. Incluso allí puse la cara por usted. La odiaba, es cierto, pero siempre estuve allí, ¿o no?
Después siempre le tenía que andar mintiendo a mi mamá con lo de sus novios, y con lo de las veces que no iba al colegio. ¿Se acuerda de cuándo fui en lugar de mi papá a recibir su suspensión y se fue a quedar a mi casa en horas de clase, mientras pasaban los días de colegio que no tenía que ir y de todas maneras le contaron al abuelo lo que había pasado y no le dieron dinero y encima le tuve que dar para que saliera hasta que le quitaron el castigo? Cuando eso pasó, dejé de hablarle a mis papás como dos meses. ¿Eso no contaba? Y si eso no contaba ¿Acaso no me llamó a las tres de la mañana, muchas veces llorando, para contarme que había soñado que yo estaba muerta, porque quería confirmar que no era cierto? ¿Acaso no sabía usted que yo casi no duermo, y que de todas maneras, así medio muerta, le contestaba y la calmaba para que estuviera tranquila? ¿Sabrá alguna vez cuánto me molestaba que hiciera eso?
¿Acaso no le mostré siempre que yo le iba a hacer ganas en la vida, Karla? ¿Se acuerda de cuando le leía cuentos a usted y a mi hermano, cuando se acababan de despertar? ¿O cuándo les hacía el desayuno para que se fueran al colegio con algo en el estómago? ¿Quién putas les lustraba los zapatos y buscaba sus mierdas de uniformes, Karla? ¿Quién? ¿Acaso mi mamá o mi papá ponían un dedo para verles sus tareas? El Oscar siempre se las arregló, pero usted… ¿No usted siempre andaba con que le sobraban números hasta para las multiplicaciones? ¿No aprendió a sumar conmigo?
Si yo siempre le arreglaba sus cagaderos, ¿por qué putas no me dijo que se había ido con sus malditos cuates y que había dicho en la casa que andaba conmigo? ¿Por qué putas agarró ese taxi de regreso? ¿No le hemos recalcado que a usted siempre la agarran de mula? ¿Que si no le cobran de más, se quieren pasar de listos? ¿Es que nunca se dio cuenta de lo que decían las noticias? ¿Por qué no le pidió a sus amigotes que la trajeran de regreso? Total, ya se habían ido a chupar cómo coches y ya habían pasado un par de días en aquel pueblito en lo que todo lo que se mira es un lago sobrevalorado. Total, ya se habían venido de regreso más borrachos que otra cosa para no sé dónde. Total ya se había quedado a dormir en la casa de no sé quién de sus caseros. Si ya solo era cuestión de que se cruzara la ciudad para ir a la casa. Si de todas maneras ya me había metido en sus cosas, ¿qué le costaba avisarme? ¿Por qué no pidió un taxi corporativo, Karla? Yo se lo hubiera pagado. Me hubiera avisado. Mire cómo está ahora. ¿No vio las noticias en los últimos meses? ¿No vio que por todos lados dejan patojas violadas y desnudas? ¿No vio que esos hijos de puta andan en taxi porque así es más fácil “conseguir víctimas”? Así lo decían en la tele. No puedo creer que mi mamá no la haya sentado en la sala para que vieran esas mierdas amarillistas.
¿Ahora cómo le digo yo a ella que en lugar de andar conmigo usted andaba chingando? Cómo le explico que la tienen que venir a traer a la morgue, Karlita? ¿Cómo le digo que un taxista la dejó tirada y a medio vestir, y que unas personas que la vieron caer llamaron a los bomberos para avisar que había un cuerpo en plena calzada?  Llevo una hora tratando de acordarme en qué momento yo no estuve para usted, y entender por qué no me llamó hoy en la mañana, solo para que la fuera a traer, y al mismo tiempo, pensando cómo putas voy a poder con el remordimiento de haber sido su involuntaria tapadera hasta ahorita.  Siento que estoy soñando pero es usted quien tiene cerrados los ojos.
Perdóneme la regañada. Ya sé que ahorita ya no sirve de nada. No se preocupe. Ya veré que le digo a mi mamá de esto.

sábado, 4 de febrero de 2017

Anecdioteces. Mi primera (y, espero, última) borrachera.

En general me considero una mujer tranquila a la que le gusta salir a comer con amigos para convivir. No llegué nunca hasta las trancas a la casa de mis papis en la adolescencia y a fiestas voy poco y no bebo casi nada. Cuando era chica, mis abues nos servían una copita de vino en el almuerzo como aperitivo así que yo de alcohol de verdad que no sé mucho.
Eso habría podido ser la historia de mi vida si no fuera porque en algún momento (hace 5 años ya, maldita sea) cumplí 23.  A los 23 nunca había salido de noche con amigos. NUNCA. Pero pasa que ya estaba grande (eso pensé) y el primo de quién por ese entonces era mi pareja estaba de cumpleaños y el plan era beber “tipo tranquilo” en una casa un viernes, así que cuando me invitaron, dije sí.
A la fiesta se nos unieron algunos amigos del trabajo (incluido mi ex novio) y durante el día todo el mundo fue a comprar lo necesario para hacer un chupe decente. Cajas de cerveza, cajas de cajetillas de cigarros, un par de bolsas enormes de frituras y ya. Yo pedí un par de esas bebiditas de quince billetes o menos que venden en los supermercados y que saben a dulce porque sabía que no iba a beber nada y pensé que todo estaría bien.
Se llegó la noche y (como yo salía de trabajar a las diez) pasaron por mí para ir a la casa del dichoso primo (a quién por cierto yo no conocía y jamás volví a ver) que vivía en una residencial. Llegamos. Dije feliz cumpleaños y me apoderé de un sofá mientras veía que había gente que ya estaba borracha y no eran ni las once. Me llevaron la primer botellita cuando llegó el grupo de amigos del trabajo que llevaban otro par de cajas de cerveza y una botella de algún whisky caro que emocionó a todos. Cómo a los tres minutos el líquido de mi botellita ya había desaparecido y ya tenía yo otra en la mano y un cigarro que mi solícita pareja me había encendido.
Como no se me da mucho eso de hablar en grupos grandes, seguí bebiendo y estirándome para alcanzar las frituras mientras reía de vez en cuando con los chistes de mis amigos, pero en cinco minutos ya se había vaciado mi segunda botellita, así que yo ya no tenía nada para consumir el resto de la noche. Lo bueno es que justo en ese momento la botellita de Whisky se abrió para nosotros y me sirvieron un vaso grande y rasposo que tardé como media hora en tomarme de a poquitos.
Hasta allí todo bien pero la residencial tenía toque de queda y a la una teníamos que irnos del lugar y quedaban como dos cajas de cerveza y un par de botellas de Quetzalteca de Jamaica que de repente vi sobre la mesa. Cuando me levanté para decir adiós, me sentí mareada. “Ahorita andás tocadita” me dijo mi ex, que vio la maniobra y así, con su ayuda, salí de la casa del cumpleañero a que me diera aire, cosa que sirvió porque dejé de sentir las piernas débiles.
Mi pareja tenía que irse (era cuatro años menor que yo y sus papás no la dejaban llegar tan tarde) así que me pidió que le escribiera cuando llegara a mi casa. Entonces me subí a un carro y nos fuimos, según yo a que me  dejaran a mi casa. Lo que hicimos fue ir a parquearnos a una gasolinera, porque ni modo que todo ese guaro se fuera a quedar allí, desperdiciado.
Allí empezó el desvergue. Mis amigos tenían cervezas en la mano y como esa bebida no me gusta, me dieron un vaso apenas cuarteado de la Quetzalteca de Jamaica que por alguna razón (creo que porque no me gustaba) me acabé super rápido. Luego vino el siguiente vaso, que me dieron sin disolver y lo pasé íntegro por la garganta. Ese fue mi último recuerdo sin brumas: yo empinando la cabeza para que pasara todo el alcohol.
Mientras eso pasaba, un par de amigos profundamente heterosexuales se habían quitado los zapatos y estaban jugando a alcanzarse para besarse mientras los demás les gritaban cosas. Mi ex pareja estaba sentado sobre su carro, así que me fui a sentar a su lado y cuando sentí, estábamos hablando de por qué lo nuestro no había funcionado y juro que le dije que aún lo quería mientras mi cabeza estaba sobre su regazo y él me tocaba el pelo diciendo que me quería también
Muy romántico el asunto, pero en ese momento sentí que necesitaba ir al baño porque estaba a punto de hacerme pipí. La gasolinera estaba cerrada y no vi señales de un solo baño abierto. Me levanté casi de un salto, sintiendo que las piernas no me iban a sostener y le pedí a mi ex que vigilara que nadie me viera mientras me bajaba los jeans para resolver mis necesidades inmediatas. Me obedeció de inmediato y se puso a vigilar, muerto de la risa, que nadie nos viera. Por supuesto que nadie nos vio y volví a su regazo a hablar. Eran como las tres treinta de la mañana.
Luego todo lo sé porque me lo contaron y porque vi las fotos que circularon en el trabajo la semana siguiente. Fotos en las que yo aparezco con una lata de cerveza en una mano y con un vaso lleno de Quetzalteca en la otra. Fotos en las que abrazo a mis amigos y en las que mis ojos hablan de la estupidez etílica en la que estoy. Al parecer me dormí en algún momento, sobre el capó, así que mis amigos tuvieron que cargarme para meterme en un carro y seguir chupando. También, al parecer, un tipo del trabajo se metió al carro a besarme y esas cosas pero un amigo lo vio a tiempo y lo sacó a las patadas antes de que el daño fuera mayor.
Cuando decidieron que teníamos que irnos, se encontraron con el problema de que nadie sabía mi dirección, así que pensaron que lo mejor era dejarme dormir, ir a dejar a los demás y cuando yo pudiera despertar, les dijera donde vivía. A medio camino, dije que quería vomitar, así que me sacaron cargada, en la carretera, y un amigo me tomó por la cintura mientras otro me ayudaba agarrando mi pelo. En esas estábamos cuando nos paró la policía. Y es que supongo que ver a cinco tipos afuera de un carro, sosteniendo a una mujer que parece forcejear pero no puede hablar debe verse horrible. Pensaron que me estaban secuestrando y aunque ellos juraban que era del trabajo, resulta que mi bolsa y mis documentos se habían quedado en otro carro y si no es porque encontraron el badge colgando del pantalón, no dejan ir a nadie. Más tarde, mis amigos del carro se juntaron con los que llevaban mi bolsa y ya la pusieron cerca para evitar más altercados.
A las seis me desperté, sintiendo que algo vibraba en mi muslo. Era mi teléfono y mi pareja tratando de ver dónde estaba. Recuerdo haberle dicho “ayudame, no sé dónde estoy” antes de colgarle. Cuando pude abrir bien los ojos, vi sentado a la par a un amigo que tenía la cabeza caída sobre el pecho y que parecía llevaba un buen tiempo así, porque un delgado hilo de saliva le colgaba de la boca y su camisa se veía bastante húmeda. Tenía la cara llena de penes que alguien le había pintado con marcador negro.
Sentí una nueva llamada y contesté mientras me bajaba del carro. Mi pareja estaba terriblemente preocupada y me gritaba que dónde estaba. Y donde estaba era parqueada afuera de un putero que estaba a diez minutos del trabajo porque mis amiguitos habían decidido seguir la parranda en lo que los convalecientes nos despertábamos. Caminé en línea recta mientras seguía repitiendo “no sé dónde estoy” hasta encontrar la parada de un bus y lo tomé. Allí sentí que me iba quedando dormida pero cuando volví a sentirme consciente, ya estaba caminando para mi trabajo (porque por cierto, ese día tenía que entrar a trabajar a las 6).
Subí al cuarto nivel, fui a mi locker a buscar mis indispensables headsets de colcentrero y entonces vi que mi pierna derecha estaba completamente vomitada. Adentro del piso estaba mi pareja muerta de susto, pero le dije que todo estaba bien y le expliqué lo que recordaba había pasado. Fui al baño a ver el daño, que en verdad era mucho. Mi pelo estaba hecho un desastre y mi maquillaje se había corrido. Mi blusa por suerte estaba bien. Me alegra haber ido antes al “baño” porque si no habría estado hecha una piltrafa.

Salí a los diez minutos, por lo menos peinada, y me senté a tomar llamadas ocho horas y repitiéndome que no vuelvo a mezclar tanto alcohol e imprudencia jamás en mi vida y lo dije tantas veces que creo que el conjuro ha funcionado porque no me he vuelto a ver siquiera cerca de algo así otra vez 

sábado, 21 de enero de 2017

Las agujetas de Guillermo

Todos salieron de la iglesia. No pasaba de las once de la mañana. Enfrente tenían una calzada de cuatro carriles. Dos hacia el sur y dos hacia el norte. Si Norma hubiera notado que los cordones de Guillermo estaban desatados, se habría agachado como acto reflejo para arreglar las cintas del zapato de su hijo. Él habría observado la cabeza de su madre, y la habría besado, como tantas otras veces. Después, Norma se habría detenido, y ambos hubiesen visto a ambos lados de la calle, cruzándola con cautela. La abuela y Gabriela habrían estado esperando del otro lado, para continuar el camino de regreso a casa, pues se habrían adelantado un poco. Gabriela habría extendido la mano hacia Norma, esperando con impaciencia que se la tomara. Probablemente Norma no habría visto la mano extendida de su hija y habría seguido caminando. Mientras regresaban, habrían hablado sobre el cumpleaños de Guillermo y sobre lo que deseaban comer en esa fecha. Gabriela habría recordado, como los últimos días, su bonito vestido rojo, y habría preguntado cuántos días faltaban para que pudiera ponérselo. Norma habría contestado un tanto fastidiada que ya había contestado muchísimas veces a esa pregunta, y la abuela habría dicho -"faltan cuatro"-.
Al llegar a casa, habrían dejado los libros de la iglesia en la mesita rectangular de la sala y habrían ido todos a sus habitaciones. Norma no besaría a Jorge, preocupada como estaría por el dinero. Jorge sentiría nuevamente el rechazo de Norma, y lo ocultaría quejándose por el despilfarro de esta. Seguirían repartiendo culpas unos cuantos minutos hasta que Jorge, hastiado, tomaría el control remoto del televisor y buscaría cualquier canal de deportes para entretenerse como la mayoría de los domingos.
Mientras, la abuela estaría preparando el almuerzo, y los chicos estarían sentados en el desayunador, comiendo gelatina y pellizcándose los brazos el uno al otro de vez en cuando.  La abuela llamaría al orden muchas veces, y les explicaría la importancia de respetarse y quererse como los hermanos que eran. Norma saldría de la habitación a la cocina por un poco de agua, y para sacudirse el tedio, encontraría a sus hijos con las ropas de domingo manchadas de gelatina, y regañaría a su suegra por no haberlos cambiado antes de servirles el refrigerio. Luego servirían el almuerzo y todos hablarían del día en la iglesia, de los amigos de los chicos, y escucharían el eterno lamento de Jorge, quejándose de su monótono trabajo. La comida habría terminado, y Jorge habría vuelto a la televisión, Norma a la cama, y los chicos a la habitación de la abuela. Pronto sería el cumpleaños de Guillermo y la vida era buena.
Fue una lástima que Norma no viera los cordones desatados de los zapatos de Guillermo. Solo vio a Gabriela y a la abuela alcanzar la otra acera y siguió caminando. El automóvil que los embistió no frenó nunca. No tuvo tiempo. Guillermo recibió el impacto de la defensa en el pecho y salió impulsado seis metros adelante, soltándose de la mano de su madre, aunque por inercia, las uñas de ella se clavaron un instante en la muñeca de su hijo, antes de que este saliese despedido contra el pavimento. Norma rebotó sobre el capó y se sumergió en el carro, rompiendo con la cabeza el vidrio delantero y dejando fuera solo la pierna izquierda. La abuela lo vio todo pero no quiso contar nada, salvo que había intentado cubrir los ojos de Gabriela. Los bomberos no tardaron en llegar. Para Guillermo era tarde, todavía convulsionaba cuando lo colocaron en la camilla. Dejó de respirar cuando subían a Norma y su pierna destrozada a la ambulancia. Jorge recibió la llamada del hospital justo cuando iba a bañarse. Era la abuela.
 Ya no almorzaron nada ese día y la gelatina estuvo más de un mes en el refrigerador. La casa se volvió triste y la abuela dejó de pedir ayuda para cocinar. Los años de dolorosa terapia consumieron el ánimo y las pocas ganas de Norma de besar a Jorge cuando alguno de ellos llegaba a casa.
La vida pudo haber sido buena, pero Guillermo no se percató de sus pies en el único día que tenía que haberlo hecho.

Y ahora que lo pienso, ya nunca pude ponerme el vestido rojo. Desde entonces no puedo evitar ver mis zapatos cuando voy a cruzar la calle.

domingo, 8 de enero de 2017

El deshilo


Desde que me vi marcándole a un desconocido para comprarle pastillas, sabía que todo saldría mal.  Lo sentía en el labio inferior, que me temblaba mientras hacía el pedido. A lo hecho, pecho, pensé, mientras preguntaba por el precio y cómo podía obtener el producto.
Hice la cita. Plaza Central.  Sábado.  Tres treinta de la tarde. Desde las tres merodeaba por las tiendas, con ansiedad, sueño y la permanente sensación de que iba a desmayarme pronto. Faltaban seis para las cuatro cuando llegó. Me marcó desde su móvil. Cuando lo vi hablando por teléfono, yo estaba frente a una tienda de zapatos. Me crucé la calle y me encontré con un muchacho, casi adolescente, con una mochila al hombro, que me saludó estrechándome la mano. Nunca me había sentido tan mayor en todos mis veinticinco años. Le pagué y me entregó una hoja impresa y algunas pastillas dentro de una bolsita. Me deseó suerte, se puso los audífonos, y lo vi alejarse. Mis manos temblaban tanto que sentía la bolsita deslizarse entre mis dedos. Pasé por algo para comer en el camino, y regresé a casa, pensando en mis planes del día siguiente.
Ya había hecho mi búsqueda previa en Internet, por lo que sabía que lo que estaba comprando era efectivo. Un conjunto de comprimidos que iban a hacer dilatar mi útero durante la noche y una menstruación un poco más dolorosa era el precio que debía pagar por la irresponsabilidad de haber permitido que un idiota me dejara correr su veneno hacia adentro de las piernas. Al menos, según mis cálculos, sólo llevaba un par de semanas incubándose.

 Al entrar a mi habitación, dejé las pastillas sobre la mesa de noche, y encendí la televisión. No pude ver nada. La cabeza me daba vueltas de nuevo. Tal vez por la emoción, tal vez por el miedo. Tal vez porque me sentía un poco culpable. La apagué. Tomé mi teléfono y le escribí a Ximena, para contarle que ya tenía el material. Me respondió angustiada, y tuvimos una plática en la que, por décima vez en el día, me instaba a pensar en lo que estaba haciendo y a reconsiderar mis opciones. La pobre de la Xime siempre trataba de llevarme por la senda del bien. No sabía muy cuán perdida estaba yo para ese entonces. Dijo que le escribiera o llamara si algo pasaba, y le prometí que lo haría. Después de todo, ella era la única persona que estaba siempre pendiente de mí, cosa que agradecía enormemente. Decidí dormir un poco, pues había leído que algunas veces los dolores no dejaban descansar. Ya tenía cosas que hacer el domingo, con lo que no pensaba quedarme tirada en cama. Recosté la cabeza sobre la almohada, y tuve sueños terribles, inducidos, igual que todo el malestar que había arrastrado durante el día, por la ansiedad de lo que haría más tarde.
Cansada del letargo en el que me hallaba,  decidí ir por algo de tomar a la tienda. Para ese entonces, ya eran las siete. Me había decidido a empezar con el proceso a las nueve, para convalecer doce horas, y estar lista al mediodía.  Vi un par de cortos animados, revisé mis redes sociales compulsivamente, y leí una obra de teatro que no había terminado porque era muy tediosa. Volví a ver mi reloj y eran las siete cuarenta y ocho. Decidí empezar. Fui por un poco de agua, tomé la bolsita de las pastillas, y me senté en uno de los sillones que estaban en mi habitación.  Con cuidado introduje los comprimidos, mientras me ayudaba con unas gotas de agua, como decía el instructivo. Fue muy fácil. Acomodé una compresa en mi ropa interior, y me puse la ropa de dormir. No podía tomar somníferos, así que busqué alguna película interesante para ver, además de cereal y leche, y me tiré en la cama, dispuesta a tener una noche de películas.
No pasó más de una hora antes de que me durmiera. Soñé que un pequeño animal de carroña me encontraba moribunda, en posición fetal y me comía, empezando por la espalda hasta salir por mi ombligo, explotándome el estómago, y corriendo lejos con mis entrañas entre los dientes. Sentía un dolor agudo en el vientre y veía mi torso deshilarse hasta llegar al corazón, que fungía como carrete del sanguinolento hilo,  mientras el pequeño animal se alejaba.
Desperté de pronto, y vi a mi alrededor. La televisión seguía encendida, mi habitación parecía gotear una espesa luz amarilla, por la potencia de los 100 watts de mi bombilla, y tenía el corazón retumbando dentro de mis oídos. Había algo dentro de mi cuerpo retorciéndose, y el dolor que había sentido en mis sueños no se había ido al despertar. Sentí ganas de vomitar y prácticamente salté de la cama al baño, no sin antes tomar mi teléfono.
Ya en el baño no pude vomitar a pesar de mis múltiples esfuerzos. Empecé a sentirme verdaderamente enferma. Además, sentía presión sobre la vejiga, y un fuerte dolor abdominal, por lo que decidí sentarme en el retrete a ver qué pasaba. Un líquido caliente y espeso empezó a gotear el excusado en cuanto lo hice. Creí que era lo normal, dadas las circunstancias, hasta que sentí que un objeto mayor resbalaba de mi pelvis hacia el exterior.  Pensé que con un poco de esfuerzo, lo que sea que estuviera obstruyendo el flujo saldría y me permitiría limpiarme y volver a la cama a dormir.
Tomé el teléfono, que había dejado cerca del lavabo, y revisé la hora. Era la una treinta y ocho de la mañana. Todo afuera estaba en silencio. Incluso dentro del baño, la gotera permanente de la ducha caía con estruendo contra las baldosas. Podía sentir mis órganos moviéndose, tratando de acomodarse a la presión que yo estaba ejerciendo para aliviarme del tapón temporal que me estaba lastimando. Un gemido involuntario salió de mi boca, y sentí un objeto más bien largo salir de mis cavidades. No terminó de caer y quedó suspendido y balanceándose sin caer al maldito inodoro. Sentí unas pequeñísimas piernas golpeando mis muslos. No quise ver nada y seguí pujando para sacarlo de mi cuerpo.
¡Malditas pastillas, las había usado demasiado tarde! Lo que mi cuerpo estaba expeliendo no era la pequeña bolsa que decía el instructivo. Lo que estaba sintiendo no podía tener el par de semanas que yo pensaba. Hice mis cuentas y antes de este susto, había tenido uno un par de meses atrás, que, según yo, no había tenido mayores consecuencias. Lo que estaba saliendo de mí debía haber sido producto de aquella vez, y no de las dos o tres semanas que en mi cabeza seguía contando.
Le escribí a la Xime, que me contestó en un par de minutos. La pobre se había estado levantando para revisar su teléfono a lo largo de la noche por si yo escribía. El hablar con ella me devolvió un poco la esperanza.  Le conté lo que pasaba, y, mientras trataba de seguir pujando, y le contaba que no salía, me escribió: -Si ya está afuera, vas a tener que jalarlo para que salga lo que falta-. Sentí repugnancia de solo pensar que tendría que tocar lo que estaba saliendo de mí. Intenté unos minutos más sin ningún avance y me decidí. Entonces me di cuenta de que ya casi todo había salido de mi cuerpo, excepto por la cabeza. La Xime tenía razón. Tenía que jalar.. Empecé a llorar compulsivamente con el ánimo destrozado mientras lo hacía. Al intentar jalarlo con las manos, desprendí una parte de su cuerpo, con lo que algún líquido empezó a correr hacia abajo. Tuve que bajar la cabeza, para ver qué estaba sucediendo. Las lágrimas no me dejaban ver, pero cuando pude enfocar, noté que era su cuello lo que se había roto. El resto de su cuerpo estaba dentro de mis manos, y era diminuto. Yo lo había deshecho. Con el dedo índice tuve que romper la membrana que mantenía el cuello pegado al resto, y lo tiré inmediatamente al retrete. Dejé que el agua corriera por el lavabo mientras empujaba con todas mis fuerzas lo que había quedado dentro. Finalmente salió, y sentí el agua salpicar hacia mis piernas cuando cayó. Volví a tirar de la cadenilla para dejar que se fuera por las alcantarillas. Esperaba también que se llevara mi remordimiento, y la sensación que estaba teniendo de ser mierda. Me incorporé un poco y vi el desastre sobre el retrete. Limpié lo mejor que pude con la ayuda del papel higiénico, del cepillo y el jabón líquido que siempre estaban abajo del lavabo.
 Seguí llorando, mientras me desnudaba para bañarme. Tenía las manos impregnadas del viscoso y sanguinolento líquido que había estado manipulando, y todo mi cuerpo temblaba mientras graduaba la temperatura del agua de la regadera. No me di cuenta de que mi teléfono vibraba mientras estuve allí dentro. Cuando salí, una lucecita blanca parpadeando en el teléfono me advertía de las llamadas perdidas de Ximena. Escribí que no había por qué preocuparse y que le llamaría a la mañana siguiente para contarle lo que quisiera. Me respondió aliviada que quería confirmar que estuviera bien.
Me sequé lo mejor que pude, me puse la toalla alrededor del torso, recogí la ropa y regresé a mi habitación con la culpa y la lástima goteándome por la espalda, y las lágrimas saturadas de vergüenza.
Mientras caminaba hacia la cama, sentí nuevamente un dolor agudo y profundo, pero no sabía dónde. Sabía que el pequeño cuerpo corría, lleno de inmundicia, hacia algún río de aguas negras, y sentía mi cuerpo deshilándose dolorosamente mientras él se alejaba. No había estado soñando antes, y no lo estaba haciendo ahora.