miércoles, 19 de octubre de 2016

Mamita .

Hola, mamita. Te he extrañado. Por eso vine a verte. Porque me gusta como hueles . Siempre a limpio. Aún aquí, que todo huele a árboles altos y al silencio de las calles, huele más a tu perfume cuando me acerco a tu rectángulo. Vengo aquí a pensar en tu pelo corto, tus manos gordas. También vengo porque me gusta cuando me respiras en el pelo y las dos olemos a mi shampoo. Porque quiero que me rasques la espalda. Que me dejes acurrucarme en tu pecho. Quiero que te pongas esos polvos que flotaban en tu cuarto. Tengo ganas de ir por esos helados que encontramos aquel día que nos perdimos, ¿te acuerdas?  Ya no los volvimos a encontrar ni mami ni yo. Y salimos varias veces a buscarlos. Creo que era parte de tu magia. Encontrar cosas para que fueran solo tuyas y mías.
A mami no le gusta que vengamos. Papi también dice que ya no lo vamos a hacer. Que luego me pongo muy nerviosa. Que luego me pongo muy triste. Ellos no saben que yo quiero quedarme. No saben que lloro porque no quiero regresar a la casa, porque allí no estás. No saben que siento que te sales del rectángulo duro en el que te metieron y en el que tu nombre está como borroso, y que por eso cuando estamos aquí hablamos mucho.
Ellos no saben que todavía siento cómo hueles. ¿Cómo puedes estar muerta si cuando sales, todo huele a tu perfume? ¿Si cuando te hablo, oigo tu respiración suave, cómo antes de que te enfermaras? Ellos no saben nada. Ellos solo quieren que tú estés lejos, cómo cuando estabas en el hospital, y siempre tenías los ojos cerrados, y cintas de zapatos que salían de una computadora y se metían a tu nariz.
Ya sé que no hay que decirle nada a mi mami, que ella siempre piensa que necesito ver al doctor. Ella siempre piensa que me voy a poner malita. Así les dice a los locos. Por eso dice que no hay que venir a verte.
¡Pero tenemos que venir, mamita! ¿Quién te va a cantar si yo no vengo? Papi dice que él te va a seguir trayendo las rosas blancas y amarillas que cuidábamos en el jardín, para que no te sientas solita, y que no es necesario que yo venga. Pero nadie te va a cantar aquí. Nadie te va a decir que te quiere. Por eso vengo... Para que te alegres, como yo, cuando estoy contigo...
Bueno, ya me voy, mamita. Ojalá me vuelvan a traer. Ojalá volvamos pronto. Ojalá pueda volver a sentirte respirando en mi pelo, y que las dos volvamos a oler a mi shampoo.


domingo, 2 de octubre de 2016

Anecdioteces.Conejos


Quería empezar mis anecdioteces con la historia de la vez en que (a los dos meses) mami Tenchy (mi abue) y mami me llevaron a un rito de gallinas negras. Pero pasa que del hecho no tengo nada en concreto .Solo la historia de yo siendo un bebito asistiendo al sacrificio de unos animales del color de la noche. Luego pensé contarles que soy un aborto octomesino. Nací una madrugada luego de un coraje y no he sido alguien de darle muchas alegrías a mis papis casi nunca, así que mi nacimiento fue coherente.  Mis historias de nacimiento y primeros meses de vida no son la gran cosa. Vengo de una familia bastante común, aunque la mamá de Papi Iván (mi abuelastrito) leía el tabaco y el café y a veces pienso, un poco con miedo, que vivo en casa de una bruja. No he vivido todo el tiempo aquí y ese es tema de otra entrada, pero basta decir que en esta casa tuve mi primer contacto con los conejos.

Cuando era pequeña, Papi Iván me traía de vez en cuando. En ese tiempo, su hijo hacía cuadros y proyectos artísticos así que el lugar era una especie de casa-galería. Tenían un de ama de llaves que al parecer tenía mucho tiempo de vivir en la casa y ella tenía conejos. Mientras mi abuelo hablaba con ellos, yo me quedaba en la terraza, viendo a los animalillos. Con el tiempo, dejamos de venir pero siempre quise tener un conejo que me quisiera como yo los quería a ellos.
Al empezar mi pubertad, unos tíos nos regalaron, a mis dos hermanos y a mí, un conejo de ojos rojos. Se llamaba Lalan (para hacer corto Ah la lan Puta, como le decía mami cada vez que lo veía). Era un conejo huraño y poco adorable, pero lo queríamos. Como un solo conejo no puede dar tanto amor ni repartirse entre 6 manos, en menos de un par de meses vino otro. Manchitas. Así, cada uno de mis hermanos tenía uno. Pero yo necesitaba amor, comprensión y ternura y sobre todo, no tener que compartir mascota. Así que un día mama Juana (la mamá de mami) me regaló a Pelusa, una coneja de ojos y orejas negras con manchita en el lomo a la que quise mucho. En casa de mis papis había una especie de galera, así que allí dejamos a los animales estar a su antojo. Pocos días después de traer a Pelusa a la casa, nos dimos cuenta de que estaba embarazada. En menos de un año tuvimos treinta y siete conejos en casa y estábamos más felices que Roxanna Baldetti en tienda gringa. Mis papis no tanto. Mis hermanos (de 7-8 años por ese entonces) jugaban a casarlos, haciéndoles velos y corbatines con papel higiénico y yo tenía que ir a veces por bolsas gigantes de hojas de repollo y otras verduras para que comieran. Un día, cansados de los hoyos del patio, del gasto de alimentar a tanto conejo y de la cantidad de popó que los animalitos hacían, mami y papi decidieron llevarse a casi todos nuestros animales, excepto por un par (machos y gays)  a casa de mama Juana.
Como visitábamos con frecuencia a nuestros abuelos, también veíamos con regularidad a los conejos, aunque yo empecé a notar que cada vez había menos. Al comentarle a mi abue, ella dijo que era porque estaban haciendo madrigueras. Una tarde de domingo, en que hicieron un pollo en salsa verde, mi hermana (que siempre ha tenido fama de ser Manos de mantequilla) regó un vaso casi lleno de refresco. Tenía que limpiar y para ello necesitaba el trapeador que estaba en la parte de atrás de la casa de los abuelos, colgado en unos clavitos que estaban en la pared. Iba rumiando la torpeza de mi hermana cuando estiré la mano para tomar el trapo, pero para mi sorpresa me encontré de frente con una piel de conejo con una mancha en el lomo. Le grité a mami para que viniera a ver lo que yo estaba viendo. Cuando llegó, entre risas, me preguntó qué pensaba que había comido. Uno de los días que más roto he tenido el corazón fue ese, que supe que me había comido a mi propia coneja y amiga en un estofado y que los conejos que faltaban también habían sido nuestro almuerzo los domingos anteriores.
Los conejos que quedaron en casa eran muy promiscuos. Tanto que en una de sus carreras para ver quién sodomizaba al otro, uno de ellos acabó sin pene a causa de una mordida, y murió horas después, entre las láminas de la galera. El que quedó era una basura de animal y (además de cogerse todo lo que encontraba) marcaba territorio a cada rato, dejando la casa (una vez incluso a mami) impregnada con su fuerte y característico almizcle. Ya no recuerdo que pasó con él.
Lo cierto es que siempre me han gustado los conejos. Sofía (mi hija) tuvo una coneja que nos duró dos días y se llamaba Princesa Chipe. Luego un conejo gris hermoso que se llenó de ácaros y estuvo unos meses con nosotros. Infinidad de mascotas han pasado por mis manos y he hecho que casi todas me laman porque tengo debilidad por las lenguas de los mamíferos y no me da pena admitirlo.
Hace unas semanas encontré, al ir a desayunar con un buen amigo, un conejo Cabeza de León en una venta clandestina de animales. Fue amor a primera vista, así que la compré. Tomé las fotos respectivas, compré los enseres necesarios, limpié lo mejor que pude para que estuviera cómoda y le puse Moll Flanders, como la prostituta de la novela de Defoe del siglo XVIII. Ella murió ayer, víctima de un paro cardiaco ocasionado por una diarrea.  Y me dejó con el corazón destrozado. Por muchas razones no estoy mucho tiempo en casa. La coneja pasaba encerrada en mi habitación casi todo el tiempo. Hace un rato, justo antes de decidirme a escribir esta anécdota, escuché sus patitas hacer el ruido característico que los conejos hacen cuando huyen y la busqué por inercia. Lloré hasta que todo el dolor que sentía en el pecho subió a mi cabeza. Lo malo de que algo habite un espacio tan pequeño es que se impregna en todo. Aquí está todavía su plato de comida y su agua pura. Su cepillo y la almohada en que dormía. El arnés que le compré para cuando fuéramos al parque. Aquí están también mis ganas de quererla que se quedaron a medias porque no me dio más tiempo para hacerlo.  Siempre me han gustado los conejos y siempre ha sido muy doloroso cuidarlos, pero ha valido la pena.

Creo que la culpa la tiene esta casa, que me enseñó desde hace mucho que el cariño y el dolor de la pérdida habitan a veces cuerpos muy pequeños y que desde siempre me ha dejado con las ganas de ser un conejo, para ser hermoso y morirme pronto.