domingo, 27 de septiembre de 2015

Don Nico


Don Nico tuvo suerte hasta de su nombre.
Estaba predestinado a cargar su debilidad hasta en el mote.
 - ¡Qué de a pomada que su nombre sea su vicio! - Le decía Justo, el de la tienda, cuando hablaban de su diminutivo, mientras hacía sencillo el billete de cincuenta con el que Don Nico pagaba por la cajetilla de veinte cigarros que compraba a las siete de la mañana en punto, y que se acabaría antes de las cuatro de la tarde. –Fijate patojo, que yo me enteré hasta hace pocos años de esa babosada, porque los hijos de la Noya me empezaron a decir Don Nicotina, y yo pensé que me estaban diciendo malcriadezas. Y les empecé a gritar “que son unos hijos de aquí y unos hijos de allá” maleducados por estarme mentando la madre. Y no mirás que en eso vino su mamá a decirme que la nicotina es esa cosa que hace que uno sea adicto del cigarrito, y ya nos matamos de la risa todos. Es que a veces uno es bien burro, todo por no saber, fíjate vos. Bueno, pues. Ay nos vemos. Regreso en la tardecita.- Y se iba, con el cadáver del cigarro colgándole de la comisura del labio, mientras le quitaba el seguro rojo a la nueva cajetilla, y cruzaba la calle para entrar a su casa.
El color amarillo de su bigote, el dedo índice y el medio delataban el humeante hábito de nuestro amigo.  Y si uno era lo suficientemente despistado como para no notarlo, el olor que se desprendía de su pecho al hablar, lo hacía. Cuando ponía el habla en movimiento, se podía percibir el traqueteo de impresora de periódico a punto de fundirse, subir por su garganta, mientras el dióxido de carbono que no moría en su aparato respiratorio salía con residuos de humo y hedentina a tostador quemado por la boca. Claro, eso y el hecho de que, mientras estaba despierto, un cigarrillo lo acompañaba a donde fuera, no dejaban dudas sobre que don Nico era un fumador empedernido.
El entorno había ayudado, debo admitir.  Las películas de los 50’s y 60’s que pasaban en los cines Roxy (antes de que fuera Tikal), Mundial, Capitol, y similares, habían dejado en él, como en toda esa generación que estaba naciendo cuando estalló la revolución del 44, el idealismo de ser un macho alfa que trajera revoloteando a féminas de todos los estratos (siempre y cuando estas fueran hermosas). Esto aunado a la aparición de  actores como Tony Curtis, James Dean, y Marlon Brando, (cuyos anuncios de cartón amarillento colgaban afuera de los establecimientos con letra Brush Script) que traían una sonrisa, la virilidad y un cigarro entre los labios, fomentó en gran manera la generación de los fumadores de más de sesenta que sobreviven a nuestros días.
La primera vez que (el por aquel entonces patojo) Nicolás Rubio probó un cigarro, casi se muere. Estaban metidos en el parque San Sebastián, controlando la ronda de policías, que debía pasar cerca de las seis de la tarde (un ratito antes del toque de queda), cuando Joaquín, otro patojo buzo de la cuadra, sacó de su bolsillo un cigarro. –Va, ahorita vamos a ver quién es hombre, pues.- dijo Roberto, a quién los 13 años y la voz de niña traicionaban su intento de parecer macho hecho y derecho. – Mtch, pero si nadie trajo fósforos- Dijo Nico, que estaba más nervioso porque lo viera la policía que por tragar humo, y que era también, el más conservador de sus amigos. - ¡Ay! Qué flor saliste, Nico. Ya sabía yo que no iban a querer, pero también traje carterita- Dijo Joaquín, extrayendo del otro bolsillo una carterita húmeda con tres cerillos. –Va, ¿Quién empieza?-  Saltó Roberto, con ganas de ser el primero. – Que empiece el Nico, así no se nos escapa de dar por lo menos un jalón-.  Determinó Joaquín, acercándose a ver la proeza de su amigo.
Nico estaba hecho un manojo de nervios. Al tomar la carterita de fósforos, se le resbaló y la tuvo que limpiar del lodo que había en el parque. El primer fósforo no encendió nunca. Sus amigos le hicieron casita para que no se le apagara el segundo, y, para evitar que arruinara el cigarro y el fósforo en el intento, Nico jaló todo lo que pudo de un tirón, con lo que el humo llenó su boca, garganta, ojos, y posiblemente, hasta su estómago. Debe haber sido la falta de filtro lo que ocasionó la catástrofe, porque lo siguiente que pasó fue que Nico tosió hasta vomitar. Sus amigos, asustados, trataron de sacarlo del parque, y prometieron que nadie iba a intentar otra vez fumar en su vida. Cuando don Nico se acordaba,  se reía hasta acordarse que el primero que había muerto de los tres había sido Roberto, de enfisema pulmonar. Entonces ya no se reía.
Con el tiempo, el cigarro se había vuelto su adicción. Cuando fumaba, las muchachas jóvenes del sector lo veían, y aunque la mayoría no eran como las voluptuosas diosas del sexo que en su imaginación atraía, había cantineado a más de una en su papel de Stanley. Cuando hacía esto, se recostaba en cualquier casa que estuviera cerca, flexionaba la pierna izquierda, apoyaba el zapato contra la pared, y veía a la joven en cuestión con aire de sufrimiento (o al menos eso le parecía a él).  El principio de los años setenta trajo a la vida y al paladar de don Nico el paraíso de los cigarros con filtro y los cigarros de sabores. La vida se pasaba entre el humo de los buses y autos pequeños, que empezaban a intoxicar los pulmones vírgenes de la ciudad capital, y los vapores que emanaban de los filtros que don Nico aspiraba sin cesar.

Al principio, fumaba un par de cigarros al día. Intentaba aspirar todo el humo posible, y expelerlo por la nariz, como en una cascada de niebla en la que su boca se perdía. Se ahogó muchas veces, pero por la fuerza de la costumbre, lo empezó a hacer con naturalidad. Intentó hacer trucos para impresionar a sus amigos, pero descubrió que el respirar el humo lo tranquilizaba, mientras que el intentar hacer figuras y piruetas con él, le desesperaba por el fracaso constante, así que dejó de tratar. Los inocentes dos cigarros por día rápidamente se convirtieron en 10, luego en 15, y así hasta llegar a las 2 cajetillas que se hacen humo a diario en los pulmones de don Nico.
Él, como cualquier fumador, concibe como una extensión removible de su cuerpo el cilíndrico y humeante objeto. El filtro se acomoda dentro de la boca como el neonato al pecho que le alimenta. Es el cigarro el que se alimenta del hombre, no al revés. Y cuando no está en la boca, el cigarrillo se adhiere al espacio que se le hace entre los dedos, lanzando punzadas de deseo que penetran por la piel y suben a través de las manos del fumador, instándole a que lo lleve a la boca de nuevo.
Antes, don Nico llevaba solo en los vellos de la nariz el olor a tabaco, pero con el paso del tiempo, este se ha acomodado en las cejas y el pelo que le sobresale de la frente, además de la ropa, los dedos y las uñas. El “Ya no fumés, que te vas a morir ahogado”, “el consumo de este producto es dañino para la salud del consumidor”, y las desgarradoras campañas que muestran personas que respiran por medio de un tubo que sobresale de un agujero hecho en la garganta por culpa del cigarro,  no amilanan a don Nico, que ve su vida pasar entre tardes que agonizan frente a su ventana y nubarrones del blanco fantasma que ha vuelto su esclavo eterno. A lo sumo, si responde a estas advertencias, se le ve negar con la cabeza y decir el habitual: -¡Ah, esas son charadas que les dicen para meterles miedo y hacer que compren tratamiento para cáncer y esas babosadas. A mí no me va a pasar nada de esas cosas con las que los ahuevan a ustedes, porque son patojos y mulas!-
Eso sí, todo el mundo en casa de don Nico sabe cuándo nuestro amigo acaba de despertarse. En cuanto su cuerpo se desprende del sueño, un quejido casi gutural huye de su pecho. Tose, como para echar a andar la maquinita de sus pulmones. Se sienta y sigue tosiendo. –Es el polvo- dice, aunque nadie le cree desde hace mucho. Mientras se acostumbra al aire libre de tabaco, sus manos preguntan a la mesita por los dos o tres cigarros que dejó para tener temprano. La carterita siempre dispuesta le regala un fósforo, que le alumbra la cara y chispea en sus ojos, mientras el primer cigarro le dice buenos días. Ya listo para enfrentar la mañana que se aproxima, se dirige al baño, saluda a los que encuentra a su paso, y busca el periódico. No falta quién se lleve las manos a la nariz para evitar el desagradable humo mañanero de don Nico. Pero ya está acostumbrado. Después de cepillarse los dientes, el segundo cigarro se prepara para adentrarse a la boca de don Nico, que por regla general, deja el primero a medias, para no sentir que fuma tanto. Este cigarro agota su vida frente a la ventana en que el viejito se acomoda cuando tiene tiempo para pensar. Miles de cigarros acaban como soldados derrotados, con la cabeza deshecha contra el marco de la pobre ventana, que se ha vuelto marrón a fuerza de suspiros y nicotina. Cuando come, un cenicero aguarda como centinela a que desaparezcan los sagrados alimentos, mientras una delgada columna de humo busca a nuestro personaje, enredándose en la silla y haciendo espirales hacia el cielo, como haciendo tiempo a volver a los pulmones de este amante del humo.
Claro que no todo es miel sobre hojuelas. Una vez se quedó sin cigarros. Un terrible 25 de diciembre, no abrieron las tiendas, y don Nico, acomodado a los horarios que mantenían esclavos a los tenderos, no pensó ni previno el desastre. No hubo quién le diera un pinche cigarrito. Si no hubiera sido por la poca higiene que su ventana mantenía, creo que nuestro amigo se hubiera muerto de la pura cólera ese día. Afortunadamente, su ejército de inválidos lo salvó. En la desesperación, don Nico pasó todo ese día pegado a la ventana, fumando chenca tras chenca, restaurando colilla por colilla, y viendo de vez en cuando hacia abajo, para ver si abrían y podía aliviar la terrible ansiedad que le dolía hasta en el pelo. De más está decir que no abrieron. Al día siguiente, a las cinco de la mañana, don Nico esperaba impaciente a que la luz de la tienda se reflejara en otra cortina. En cuanto lo hizo, bajó como alma que lleva el diablo, y compró, no una, sino dos cajetillas, para no quedarse sin las provisiones de todo el día.

Afortunadamente, no se volvió a quedar sin cigarros. Ahora mismo estará en su lugar de guardia, viendo como las luces de los postes del tendido eléctrico parpadean antes de encenderse definitivamente. Un cigarro se irá consumiendo, mientras la ilusión de ser un fantasma revolotea en la cara de don Nico. Parece indio Cherokee, lanzando mensajes esporádicos que van desde su boca a la ventana, y se pierden antes de llegar al techo. Afuera, se encienden las luces de las tiendas, y la gente que vuelve de los trabajos se saluda sin verse. Los buses fuman diésel para funcionar, y Don Nico y la luz naranja de su boca hacen algo parecido. Mientras la vida del cigarro se consume, el viejito suma un día menos de vida. Si alguien ve hacia la casa de nuestro amigo, la sombra de un hombre que respira humo y recuerdos, y el parpadeo intermitente de una vida que ha pasado entre la niebla, se distinguen a través de una ventana en la que un cigarro muere, y el siguiente se prepara para agotarse entre un bigote amarillento.

¡Ay, vos!


Ay vos
¡Cómo me duele nombrarte!
afuera llueve
aquí dentro otro poco
Las cenizas del fin de domingo
se ensartan en los ojos
y es bien fácil llorarte.

Ay vos
la certeza del mañana
es esa que no llega nunca
la falta del futuro
me está quemando los ojos,
las ganas, la vida.

Ay vos
Salgamos, caminemos
que vos y yo somos sombra y charcos
yo soy todo lo que sobra
y vos, la tristeza de las tardes de frío.

Ay vos,
¡Cómo me dolés por dentro!
la falta de tu risa
la falta de tus ganas
cómo me duelo yo
por esperarte como idiota.