sábado, 14 de julio de 2018

Perros

Me gustan los perros, pero no como para  que vivan conmigo. Creo que no soportaría encontrarme con su pelo en los sillones o sobre mi ropa. Además, odio el olor que tienen tres días después de haberlos bañado. Me pasaba con los perros que mamá tenía en la casa en que crecí. Tienen algo repulsivo que no soporto y no existe ninguna realidad alterna en que pudiera tener alguno.

Sin embargo, me gustan. Por lo menos una vez al mes viajo por las carreteras y basureros buscando cachorros, perros heridos, a punto de morir de hambre o atropellados. Cuando los encuentro -si tengo suerte-, los meto al baúl y los llevo a un terreno baldío que conozco hace mucho. He descubierto muchas cosas interesantes en mis visitas al terreno.

Cuando se les cortan los tendones de las rodillas, por ejemplo, sus patas toman una rigidez extraña, pero no dejan de aullar. Cortarles las uñas hasta la raíz también los hace retorcerse de dolor. Resulta que tienen venitas conectadas a las garras que se abren. La garganta está llena de tendones que se mueven cuando sufren. En fin... resulta que los animales moribundos son excelentes objetos de estudio y mi espíritu curioso está lleno de dudas.

Hoy, en un basurero, encontré una bolsa moviéndose. En lugar de un montón de cachorros -que creí que encontraría, como pasa a veces (en este pueblo son unos desalmados)- me topé con un bebé que todavía conserva el cordón umbilical. Me sentí inmóvil y pesado como una piedra y no pude reaccionar de inmediato. Esto definitivamente no es un espectáculo diario. Cuando pude pensar bien lo puse en el maletero y me dirigí al terreno baldío.

Llevo poco más de una hora manipulando el bebé y creo, sinceramente, que ya me gustan los niños. Ahora tengo un problema: quién sabe cómo pueda conseguir otros.