jueves, 17 de noviembre de 2016

Anecdioteces - Cristina y Bárbara


Mis abuelos (mami Tenchy y Papi Iván (que en realidad es mi abuelastrito)) siempre han tenido casas de huéspedes. Me crie en una de ellas y mi infancia, aunque aburrida, estuvo llena de personajes interesantes: Un abogado que olía a cigarro como si se bañara en colillas y que estaba obsesionado con las procesiones, dos estudiantes universitarios guapísimos, el guardia de seguridad de una fábrica de dulces que nos llenaba la vida de chicles y del fuertísimo olor de su loción, muchas mamás solteras y algunos hombres que venían de algún departamento a trabajar al centro de la ciudad.

Durante algún tiempo también vivió en nuestra casa Cristina. Tenía como veinte años, enormes extensiones de pelo y uñas gigantes que parecían hechas para contrastar con su piel morena. Cuando la conocieron, mis hermanos (que son seis y ocho años menores que yo) la veían con una especie de miedo y yo con la curiosidad de mis casi quince años.
Cristina se llamaba en realidad Cristian y había venido aquí de Nicaragua (o tal vez era Honduras, nunca supe muy bien el país) para trabajar en un salón Unisex zonaunero. Salía temprano y llegaba a almorzar a la casa (mi abuelastrito le cocinaba). Por la tarde, mientras nosotros hacíamos tarea, ella veía sus programas de señoras desocupadas mientras comía yogurt o se pintaba las uñas.
Pasaron unas semanas para que nos acostumbráramos a su presencia pero sé que en algún punto comenzamos a hablarle. También en algún momento supe que se prostituía por las noches y que tenía una relación mega cercana con su mamá, a quien decía extrañar mucho.
Una vez la vimos inyectarse algún tipo de aceite en el pecho. Recuerdo que tenía moretes en toda el área y mientras se frotaba la piel, como para distribuir el líquido, nos contaba que “eso no hacía mal porque el cuerpo igual lo absorbía y solo había que volver a inyectarse”. En fin. Nos adaptamos a su presencia llena de cosas que no habíamos visto hacer a nadie (como ponerse pestañas gigantes con una especie de Super Bonder) y ella se acostumbró a nosotros, tres niños silenciosos que no hacían más que ver tele, jugar Nintendo o estar sentados todo el día.

Un día, Cristina llevó a Bárbara y a su voz ronca a la casa. Un amiguito de mi hermano, que estaba de visita, preguntó si era Norteamericana. Le respondimos que no, que era hueco. Nos reímos mucho. Bárbara si tenía implantes de pecho, era rubia, enorme y hermosa aunque no había podido erradicar de su femineidad el áspero timbre de voz que la delataba. A mí me parecía fantástica y la admiraba un poco aunque no me hablara mucho.

A veces veíamos a Bárbara y a Cristina salir de casa con minúsculos y despampanantes shorts y mi abuelo decía que muchas mujeres querrían tener el cuerpo de ellas. Ahora que lo pienso, desde que conocí a Barbara siempre quise tener el pecho justo como ella lo tenía, pero por cuestiones económicas aún no he cumplido ese sueño.

No recuerdo más anécdotas específicas con Cristina y Bárbara, pero de repente ya no las vi en ninguna parte y en su cuarto dejaron puesto el candado. Un día llegó la mamá de Cristina y se quedó a vivir un par de semanas con nosotros. Mi abue estaba esquivo por ese tiempo. Cuando le pregunté por Cristina, me dijo que lo habían lastimado, que andaba por la zona uno una especie de escuadrón de la muerte que ya había descontado algunos prostitutos y herido a muchos más y que la mamá de Cristian (fue la primera vez que escuché que lo nombrara de esa forma) estaba en la casa esperando a que su hijo saliera del hospital para llevárselo de regreso a su país . A Bárbara la habían matado.

Ahora vivo en otra de las casas de mi abuelo, siempre en la zona uno. Justo afuera, contra mi ventana, escucho a los prostitutos que eligieron mi cuadra como su área de operaciones. He oído que, más que prostitutos son dealers, pero sean lo que sean, es común que la gente les grite y los insulte cuando pasan en sus carros. Algunas veces me he despertado por el ruido que hacen cuando les pegan y también cuando ellos rompen vidrios de carros de gente que no les quiere pagar. La policía pasa con frecuencia pero nunca he visto que hagan nada por nadie.

Hoy vi el Hashtag #BastaDeTransfobia y pienso que sí.  Que estoy a pija de idiotas intolerantes como el que se llevó a Bárbara. A ella y a sus diechocho/diecinueve años. Harta de la gente radical que les grita a los dealers de afuera de mi casa que se mueran por huecos. Estoy harta de la gente común que decide odiar a la gente porque no se acomodan en sus patrones de vida.

En “Todo sobre mi madre”, película de Pedro Almodóvar, Agrado (un trasvesti simpatiquísimo) dice  que “Una es más auténtica cuanto más se parece a lo que soñó de sí misma”. ¿Qué requetemierda daño hace (me pregunto) que alguien no quiera quedarse con lo que la genética le dio?


Cristina vino aquí (nos dijo alguna vez) porque la gente era menos mierda que en su país con personas como ella. Para agradecerle la confianza, la regresamos con heridas de bala a la inseguridad de la que estaba huyendo porque se atrevió a no usar su cuerpo como venía de fábrica.

sábado, 12 de noviembre de 2016

Las Aves

No recuerdo cuando fue la primera vez que traté de advertir a mamá y papá sobre las aves azules que nos estaban matando mientras emigraban de los pueblos fríos del Sur hacia la Ciudad Desierta, pero ahora ya no creo que importe.
Antes, cuando septiembre perdía sus últimos días en las hojas viejas que se arrastraban hacia octubre, veíamos a los pájaros pasar sobre nuestras cabezas mientras huían del frío. Entre los pueblos del Sur y su destino estaba nuestra ciudad. Por eso era normal que sintiéramos sus sombras goteando sobre la espalda y escuchásemos el cielo llenarse de su canto triste de fines de otoño. La fiebre y la tos nos acechaban durante ese tiempo y el médico del pueblo siempre decía que el cambio de clima nos estaba haciendo daño.
Uno de esos días, cuando pasaba por el parque al salir del colegio, me encontré con tres aves azules en una de sus bancas. Sentada a su lado, una señora (que veía de vez en cuando por ser amiga de la abuela) se protegía del sol con una sombrilla. Con la mano libre sostenía algunos mendrugos de pan con los que pretendía alimentar a las palomas. Los pájaros la veían con atención mientras ella trataba de desmenuzar el alimento con la única mano disponible, y estaban tan cerca que casi rozaban su falda cuando ella dejaba caer las migajas, aunque casi no las tocaron. Me quedé parado frente a ellas un rato, asombrado de sus picos pequeños y del azul profundo de sus plumas. Recuerdo que al regresar a casa, sentía los ojos brillantes de la emoción y un poco de picazón en la garganta.
Dos o tres días después, la señora de la sombrilla ya no pudo salir de casa y menos alimentar a las palomas. Cuando hicieron sus servicios funerarios en la iglesia, la abuela nos llevó a mi hermana y a mí para que la acompañáramos. Cuando me asomé al féretro, noté que la señora tenía las puntas del pelo y los bordes de las uñas de un tono azulado que no le había visto antes.
El año siguiente, un grupo de pájaros se quedó a visitar nuestra parroquia. Le conté a mamá. Dijo que ella también los había visto, que se veían lindos sobre el alfeízar en que se habían guarecido y que le daban algo de luz al pueblo. Justo por esos días, el párroco y dos feligreses ya no pudieron abrir los ojos por la mañana y partieron al cementerio con gotas azules en las uñas, como la señora del parque. Mamá dijo que era inevitable porque el pueblo estaba lleno de gente que ya no podía hacer nada más que acumular polvo bajo sus pies. También dijo que vivíamos en un pueblo de viejos y que debíamos pensar en mudarnos. Papá estuvo de acuerdo con lo de los viejos, aunque se negó rotundamente con el tema de la mudanza. Dijo que su familia estaba aquí y que no podía dejarlos. Que su mamá y papá eran mayores y que lo necesitaban allí. Que iban a esperar a que ellos faltasen para que pudiésemos irnos.
Al principio me dio mucha tristeza pensar en dejar a los abuelos, pero no quería morirme azul, así que para evitarlo dejé de pasar por la parroquia mientras los pájaros estuvieron sobre el tendido eléctrico y le pedí lo mismo a mi hermanita. Fue un alivio ver que un par de semanas después, los pájaros continuaron con su ruta.
Desde ese año, cada vez son más las aves azules que se quedan unos días en el pueblo. Y con cada otoño que pasa, menos gente queda en las casas. El año pasado, mi hermana quiso pasar un rato con ellas. Se quedó en el parque un viernes después de clases, y como el lugar estaba casi vacío, fue natural que los pájaros se acercaran. Los correteó toda la tarde y también les lanzó piedras pequeñas para que volaran. La fiebre acabó con ella unas semanas después. Mientras estuvo enferma yo traté de insistir con el asunto de las aves, pero mamá no quería escucharme, y la mirada triste de papá solo me suplicaba silencio. El médico dijo que los pulmones de mi hermana eran muy débiles, y que era un milagro que hubieran resistido el viento de los inviernos pasados. Nadie
preguntó por qué sus párpados estaban del mismo tono azul de las uñas de los demás que enterramos por esos días pero yo no tenía ánimos para preguntar nada.
Hablé con la abuela cuando me sentí menos triste y ella dijo que también sentía que las aves querían acabar con nosotros para quedarse con el pueblo, como había pasado antes con la Ciudad Desierta. Me pidió evitarlos y dijo que ella haría lo mismo mientras cuidaba del abuelo. Fue una lástima que no pudiera cumplirlo, porque murió este verano mientras dormía, así que mamá tuvo muchas razones para creer menos en mi teoría y sobre todo, para afirmar que era el tiempo y el paso del otoño lo que estaba acabando con nuestros vecinos.
Cuando la abuela murió, el abuelo se quedó solo y papá decidió que nos mudáramos a su casa. Papá y mamá no le hablaban mucho porque no les gustaban los ancianos. Desde la muerte de mi hermana, a mí tampoco me prestaban mucha atención, así que decidí que nos haríamos compañía. En los siguientes meses, al volver del colegio lo encontraba sentado en la cama viendo el cielo a través de la ventana, así que me quedaba un rato en la puerta de su habitación, y hablábamos de mis amigos, de las noticias que de vez en cuando llegaban al pueblo, de la abuela y sobre todo, del miedo que ambos sentíamos porque se acercaba la época en que los pájaros azules tenían que emigrar a la Ciudad Desierta.
Un día de finales de septiembre salí temprano del colegio. Llegué a casa y subí a la habitación del abuelo de puntillas, creyendo que dormía. Él no estaba, pero en su lugar encontré a mamá de pie sobre la cama, tratando de llegar a la ventana para colocar algunos trozos de pan. Salí de casa sin que nadie lo notara, tomando unas monedas que estaban cerca de la mesa de la sala y decidí ir a la panadería antes de volver a la hora del almuerzo. Compré un par de panecillos, que escondí bajo mi camisa y regresé a casa.
Al entrar, me dirigí nuevamente a la habitación del abuelo. Esta vez sí estaba. Entusiasmado, me contó que mamá lo había convencido de salir un rato al jardín, antes de que el invierno y las aves llegaran. No hablamos mucho porque llegó mamá y nos pidió que estuviésemos listos para comer, porque papá también había llegado temprano.
Mientras comíamos y hablábamos del día, pedí permiso para ir al baño, diciendo que me sentía mal. Mamá dijo que no me tardara. De camino al sanitario, me desvié a la habitación de papá y mamá y dejé algunos pedazos de pan en la ventana que estaba sobre su cama. Pasé al lavabo a humedecer mis manos y regresé a la mesa.
Al terminar de comer, intenté ir a quitar el pan de la ventana del abuelo, pero mamá estuvo con nosotros el resto del día y no pude escabullirme. Por la tarde, el cielo se llenó del canto de otoño de los pájaros y supe que el abuelo estaba perdido. Antes de ir a dormir, pasé a decirle buenas noches. El canto ahogado que entraba por su ventana me hizo abrazarlo, para luego salir con el corazón encogido por la pena y el miedo. Lo enterramos hoy, con muchos otros ancianos que tampoco soportaron el frío.
Al volver del cementerio, cuando papá tomó mi mano, noté que tiene algunos puntos azules. Empecé a llorar. Extrañados, papá y mamá me pidieron que me calmara, y me explicaron que el abuelo ya estaba viejo y que esas cosas pasan. Mientras intentaban hacer que dejara de llorar tomé las manos de mamá, que están blancas y tersas como siempre.
De regreso a casa, mamá y papá hablaron sobre mudarnos pronto. Mamá dijo que desde hoy dormiré en la habitación del abuelo, porque la mía no se ventila lo suficiente. Mientras oigo a papá toser y trato de pasar mis cosas, me pregunto si podremos mudarnos antes de que mis azules amigos vuelvan a chocar sus alas contra mi ventana.

sábado, 5 de noviembre de 2016

Granos de Café



Lo que más recuerdo de la abuela es que, cuando yo era pequeña, ella solía darme granos de café mientras desayunaba, aprovechando que mamá estaba ocupada. También recuerdo que en casa todo el mundo contaba que la abuela nació oliendo a café y que, en cuanto pudo caminar, aprendió a subirse al regazo del bisabuelo para oler su café de las mañanas. Algunos años después, cuando él llevó a casa algunos granos para que los probaran, al tocarlos ella le dijo que iba a romperse una pierna. El bisabuelo se burló de la ocurrencia pero se acordó del aviso cuando dos días después, metió el pie en una zanja y lo entablillaron un par de meses para que se recuperara. A pocos días del accidente, la bisabuela también le dio algunos granos a la abuela y de esta manera descubrió que sería madre en menos de un año. Con el tiempo, la abuela descubrió que podía ver lo que a la gente le iba a pasar en el humo del tabaco y en las palmas de la mano y fue así como la casa en que vivo fue conocida durante mucho tiempo como la de la bruja.
Pero eso fue hace mucho, porque la abuela decidió dejar de ver el futuro cuando empezó a sentirse muy enferma. Dijo que la gente le robaba energía, que no quería desperdiciarla en otras personas y ya no quiso leer el café ni la mano ni el humo de nadie. La última vez que la abuela pudo ver el futuro fue cuando nací, porque tocó mis manos y dijo que yo también podría leer el café. Mamá y papá nunca han creído en esas supercherías, pero el comentario hizo que en casa dejaran de tomarlo.
Cuando crecí, la abuela se dio a la tarea de dejarme granitos de café cada vez que podía. Lo malo es que yo no podía ver el futuro de nadie con ellos. Solo sentía oscuridad y frío cuando los tocaba. Además, veía un espacio vacío y profundo que me hacía sentir náuseas como cuando íbamos a los juegos mecánicos de las ferias y al final vomitaba. Después de algunos intentos en que el resultado seguía siendo el mismo, la abuela me pidió que guardara todos los granos en un botecito que ella me había dado cuando era pequeña y me dijo que en unos días conseguiríamos mejor café para ver lo que le pasaba a la gente.
El primero de noviembre, fuimos, como todos los años, al cementerio. La abuela me pidió que llevara los granos de café. Mi hermano llevó su bicicleta y papá y mamá comida y flores. Como estaban ocupados limpiando las lápidas de nuestro mausoleo, mi hermano pidió permiso para andar un rato en la bici y yo dije que estaría viendo las flores que estaban plantadas cerca. A ambos nos dijeron que sí. Fui a la parte de atrás del mausoleo y empecé a escarbar para meter los granos de café de uno en uno, siguiendo las instrucciones que la abuela me había dado. Cuando me faltaban como cuatro, papá llegó y quiso saber qué hacía. Le mostré lo que tenía en la mano y llamó a mamá con un grito espantoso.
Cuando ella llegó y vio lo que tenía en las manos, me preguntó con los ojos llenos de lágrimas y miedo cómo había conseguido lo que estaba sembrando. Le dije que la abuela me los había dado. Papá preguntó si sabía qué era lo estaba tocando. Respondí que café. Papá tomó uno de mis granos, el que tenía un  borde brillante, y me dijo que lo que tenía en las manos eran dientes. Mamá dijo que no eran solo dientes, porque el que papá sostenía era un diente de oro que había estado en la boca de la abuela.
Aunque tenían miedo, ambos estuvieron de acuerdo en que era mejor dejarme enterrar los dientes, aunque yo decidí guardar la lata y uno de mis granos de café sin que ellos se dieran cuenta. Al terminar, regresamos a ver las lápidas y mamá me pidió que rezara en la tumba de la abuela porque eso la ayudaría a descansar en paz.  Papá no quiso estar con nosotros y fue a buscar a mi hermano. Volvió pronto porque mi hermano se había caído y venía de regreso a contarnos. Ese día hablamos mucho sobre la abuela y papá y mamá quisieron saber desde hacía cuánto que la veía y cómo estaba ella, aunque mi hermano apenas si se enteró porque estaba ocupado limpiando las heridas de sus rodillas.
Por la noche, mi hermano llegó a mi habitación como hacía cuando se sentía triste o enfermo. Me mostró su boca, todavía lastimada por la caída y vimos que uno de sus dientes se había aflojado. Me pidió que se lo quitara. Cuando lo hice, vi que él iría con papá cuando se accidentara el año siguiente. Preferí no decirle nada y luego de calmarlo, regresó a dormir y yo intenté hacer lo mismo, aunque un frío inusual que parecía venir desde mis huesos no me dejó hacerlo pronto.
Esa noche soñé que la abuela estaba frente a mí y parecía molesta. En sus manos tenía el botecito y lo movía, haciendo sonar el diente que yo había guardado. Me desperté con el botecito en la mano y el mismo vértigo de cuando tocaba el café por las mañanas.
 El sueño se siguió repitiendo en las semanas siguientes. La imagen de la abuela ya no me daba tranquilidad como antes. Su rostro parecía distorsionado cuando me acercaba y su boca se abría dejando escapar gritos que hacían que me despertara llorando. Dejé de comer porque en las mañanas encontraba largos cabellos blancos en mi plato de desayuno. Intenté no dormir para no soñar con ella, pero en cuanto caía rendida, veía sus ojos negros brillando de ira y sentía el diente rebotando dentro del botecito.

Cuando entendí que ni ella ni yo podríamos descansar si no enterraba el último de los granos de café, decidí pedirle a  papá y a mamá que me llevaran al cementerio. Al llegar, mientras ellos y mi hermano ponían flores en las tumbas, enterré el último diente lo más pronto que pude y guardé el botecito. Regresé a hablar con la abuela y le pedí que descansara y que me dejara comer y dormir. Nuestra visita no duró mucho y recuerdo haberme dormido en el carro, y desde entonces ya no sueño con la abuela, aunque después de esa visita, a veces, cuando despierto, siento en mi habitación el aroma de los granos de café. También guardo conmigo el botecito, que se ha ido llenando de largos cabellos blancos que mi abuela me deja cuando viene a verme dormir y no quiere despertarme.