miércoles, 10 de febrero de 2016

La venta de comida



La gente siempre ha sabido que en la familia somos unas calientes. La única herencia que nos dejó la abuela fue la de tener muchachitos antes de los dieciséis. Casi todas las mujeres de la casa, que somos seis, para cuando cumplen dieciocho ya tienen por lo menos tres chirices. Aunque siempre hay gente como la Claudia, que esa se fue más lejos. Empezó a los catorce y ahorita ya tiene tres nenes y una hembrita. Y eso porque algo le pasó en la matriz, si no estaría inundada de güiros. Y digo inundada porque cuatro niños es lo normal aquí en la casa, aunque yo solo tengo dos.

Pero eso de que supieran que somos unas calientes no quería decir que pensaran que éramos unas putas. Teníamos fama de buenas patojas. La abuela siempre dijo que había que ser mujer de su casa y quedarse con el mismo marido, porque si no, ¿Qué iba a pensar la gente? Yo ya voy para diez años con el Carlos. Siento que ya me aburrió, pero de vez en cuando salimos con los nenes, tratamos de hacer cosas diferentes, y no la pasamos mal. Lo mismo pasaba con mis hermanas, así que todas tenemos una vida más o menos estable, aunque durante mucho tiempo, nuestros maridos trabajaron en otros pueblos y no los veíamos mucho.

Ahora que lo pienso, la otra herencia que nos dejó la abuela fue un terrenón cerca del centro del pueblo, en el que todos construimos nuestras casas. Eso me gusta porque siempre estamos cerca y siempre se puede echar la mano a alguien que lo necesite y también pedir ayuda cuando hay clavos. Solo es de salir de la casa y tocar otra puerta, porque todos somos familia. Y los terrenos que están cerca, en general son de familias amigas de mi abuela y por eso todos nos conocíamos de toda la vida y eso estaba bien. Lo malo fue que hace unos años, en tiempo de vacas flacas, Don Octavio vendió su terreno, que empieza donde se termina el nuestro a mano derecha, y una constructora puso una lotificación de casas bien bonitas que estaban más o menos baratas, aunque eran chiquitías. Se vendieron rápido y cuando nos dimos cuenta, vivía cerca de nosotros mucha gente que nunca habíamos visto y a la que no teníamos ganas de conocer.

Justo por esos días, Roberto empezó a viajar mucho para la capital, porque había encontrado trabajo como camionero y le pagaban muy bien. Él me caía bien porque era de los pocos hombres que no habían buscado trabajo fuera. Siempre lo ayudaba a uno, y siempre andaba  contento. Se miraba que quería mucho a la Juana. Antes de su trabajo de camionero, tenían una aceitera en el centro y los dos trabajaban todos los días allí.  Cuando él decidió irse por lo del nuevo trabajo, vendieron el negocio. Yo pienso que ella también quería a su marido pero ya llevaban como catorce años juntos y de plano ya estaba aburrida y por eso no se puso tan mal cuando él ya no estuvo cerca siempre.

Lo que si pasó es que la Juana estaba acostumbrada al trabajo y cuando ya no tuvo que hacer, se deprimió mucho.  Una vez llegó a la casa y nos pusimos a pensar en qué ocupar nuestro tiempo porque ninguna de nosotras estaba trabajando y todos los patojos estaban ya en la escuela. Se nos ocurrió poner una venta de comida y llevársela a la gente a sus casas. Repartimos volantes, armamos un nuestro menú y mandamos a imprimir una manta vinílica que pusimos cerca de la calle para anunciar el negocio. Luego nos emocionamos mucho porque la gente de la lotificación empezó a comprarnos bastante.

Entonces empezamos a armar nuestra rutina. Lo que hacíamos era arreglar a los patojos y llevarlos a la escuela en la mañanita, e ir al mercado por las cosas que íbamos a usar. Luego regresábamos a la casa a preparar la comida y ya para el medio día salíamos con nuestros azafates llenos de comida en platos de duroport con tapadera y cubiertos plásticos dentro de una bolsita con su servilleta. Hablábamos un rato con la gente que nos compraba a veces, cobrábamos y regresábamos a limpiar los sartenes y ollas. Después de eso regresábamos por los patojos y les dábamos de comer. Por la noche revisábamos las ganancias y también lo que tocaba hacer el día siguiente. Era bien bonito porque todas nos turnábamos para hacer de todo y estábamos ganando un buen dinero. La mayoría de nuestros maridos se pusieron a la defensiva y Carlos, por ejemplo, me dijo que él era hombre suficiente para darnos de comer a todos. Pero ninguna hizo caso porque nosotras no estábamos para que nos dijeran qué hacer, y además el negocio estaba bonito.

Un día llegó a mi casa un negro que venía de la costa y que se llamaba algo así como Anderson. Era un hombrón de dos metros y que tenía como sus cuarenta años. Era un poco panzón y me fue a buscar porque quería que le vendiéramos comida por mes. Al parecer tenía algo que ver con la constructora y había comprado una su casita allí mismo, con lo que trabajaba en la administración toda la mañana y luego se iba a comer a donde vivía.  El lugar en donde había comprado estaba casi al final de la lotificación, así que le dije a la Juana que fuera ella a dejarle la comida. Nunca habíamos llegado allí pero ella quería hacer ejercicio, así que le iba a dejar la comida al Anderson y de paso caminaba un su poquito.  Durante un par de meses la Juana estuvo haciendo su recorrido y ya hasta se miraba más delgada porque decía que después de ir a dejar la comida, caminaba por el borde de la lotificación, para hacer más cardio, y se regresaba a la casa.  Roberto se había ido un mes a recorrer la capital, así que ella tenía más tiempo para hacer las cosas del comedor. Cada vez se tardaba más en regresar, pero se miraba más en forma y también más arreglada, así que todos pensábamos que estaba bien que hiciera sus cosas. Cuando Roberto regresó, la Juana no salió unos días de la casa. En cuanto los patojos se iban se encerraba con el marido. Por eso no nos extrañó que al poco tiempo nos dijera que estaba embarazada. Era su quinto muchachito, y aunque ya estaba algo grande y el resto de los patojos ya había crecido, estaba emocionada.

El nene nació un ocho de Junio. Roberto nos llamó del hospital para avisarnos la hora de visita y todos nos arreglamos para ir a verlos. Cuando entramos vi que Roberto estaba llorando. Le pregunté que qué le pasaba y solo me dijo que estaba muy feliz y que se había emocionado demasiado. Cuando entré al cuarto vi a la Juana también llorando, y a su lado a un muchachito que, aunque no era negro, tampoco era blanco como nosotras. Era un mulatito hinchado y gordo, con toda la cara de Anderson, aunque con la boquita de la Juana.
Al par de días salieron del hospital, con Roberto cargando al niño y abrazando a su mujer. A ambos los miraba con auténtica dulzura y parecía que se sentía un poco culpable. Nadie dijo nada del color del nene, al que la Juana le puso Andrés, y todos lo aceptamos como cualquier otro de los patojos.


No sé si Roberto vio alguna vez a Anderson, pero supe que a los meses de nacer el nene, vendió su casa y pidió que lo transfirieran a otro proyecto de lotificaciones. Nada cambió en nosotras y todavía tenemos el comedor, pero el resto de nuestros maridos dejó de trabajar afuera y casi todos pusieron negocios cerca de nuestro terreno. Lo único malo es que la gente que siempre nos tuvo por calientes, ahora a veces piensa que somos unas putas, aunque si uno lo piensa, igual la Juana se quedó con el mismo marido.