sábado, 26 de marzo de 2016

Vestidos


Desde siempre me han gustado los vestidos. Sentir libertad bajo las prendas. La ligereza de mi cuerpo casi desnudo enfrentándose a la calle, al ambiente, a la opresión de ser yo. Sonrío solo de pensar en mi  piel, tibia y fresca, descubierta  mientras camino por la calle, aunque, al ver hacia abajo,  mi cuerpo esté parcialmente cubierto por la tela que se mueve. Sueño con escotes que descubren a medias mi pecho casi plano y que bajan por mi espalda recta, deslizándose hacia la redondez de mi trasero. También me gustan los de tirantes que desnudan por completo los brazos, aunque evidencien la falta de sol en los hombros y el inicio de las extremidades.
Muchas veces he parado en las tiendas de vestidos después del trabajo, solo para admirar  contornos de hombros, diseños, costuras, rectitudes, texturas, tamaños, colores. Me he detenido también a medir las diferencias entre cadera, pecho y cintura, para comprobar una y otra vez que los diseñadores no saben nada de formas reales y que nunca encontraré un vestido que pueda amoldarse por completo a mi cuerpo.
Y aunque no quepa en ellos, en los hermosos y tentadores vestidos de pliegues que busco en revistas, aparadores y tiendas, eso no significa que no tenga los míos. No tengo muchos porque me gusta la discreción, pero en marzo (a veces abril) los uso cada vez que puedo. Cuando las calles se llenan de calor, de bullicio, de alfombras de aserrín y de gente comprando bebidas frías y comida típica de temporada, mis vestidos se desempolvan y se preparan para verme danzar feliz dentro de ellos.
Hoy es el día en que empiezo el ritual de verano. Me he despertado temprano. Lo primero que hago es tomar un baño que me purifique y me despierte. Me seco lo mejor que puedo y acomodo mis (hermosos, soñados) vestidos entrándolos por encima de mi cabeza. Cubro perfectamente mi pecho, acomodando botón tras botón, hasta el ombligo. Me detengo casi siempre en este punto porque mi piel se eriza cuando mi cuerpo se siente bailando dentro de la floja tela que me cubre. Además de los vestidos, tengo varios cinturones para hacer juego, y  normalmente escojo alguno que combine para colocarlo alrededor de la cintura y darle forma a mi pieza. El espejo de mi habitación es enorme, y en él reviso que el resto de mi atuendo caiga hasta casi los zapatos. Sé que no debería, pero no puedo evitar quitarme la ropa interior. De todas maneras, mis (hermosos, holgados) vestidos son casi siempre oscuros y me esfuerzo por que nada se trasluzca de ellos. Luego de comprobar que mi atuendo esté perfecto, arreglo mi cabello y coloco una leve base de maquillaje sobre mis mejillas. Me gusta verme natural, y me encanta saber que me veo radiante y a tono con el clima. Luego de terminar con esta fase, subo a mi terraza, y dejo que el sol y la cámara de mi teléfono comprueben que puedo salir a la calle con solo el vestido puesto. Me tomo un par de fotos. Quiero irradiar femineidad, sutileza, aunque cuando la cámara me enfoca, las tomas a veces se ven forzadas. Termino la faena de ver mi cuerpo a contraluz y regreso por las gradas.

Bajo a la sala, sonriente y veo a mamá esperándome para despedirse.  Me persigna y me da mi turno. Salgo a la calle, camino algunas cuadras y me sumerjo en el maremágnum de gente que me acompaña en el dudoso festejo de ver un cuerpo martirizado y semidesnudo cargado en hombros. Me resigno y pienso que el fin es más importante que los medios. Al llegar a la dirección que tiene impreso el turno que me ha dado mamá, me pongo un gorro morado, que combina perfecto con los vestidos de mis compañeros y los saludo. “Gusto de verte otra vez, Roberto” me dicen, apretando mis manos, mientras yo lucho por que no se peguen demasiado a mi cuerpo desnudo. Me incorporo a las filas y rezo por que este año no sea el anda tan pesada.