jueves, 23 de junio de 2016

Baños Profundos


A mamá le gustaba que estuviese muy limpia. Murió hace mucho tiempo pero pienso en ella a veces cuando me baño. Recuerdo que no estuvo un par de años conmigo cuando yo era bebé. Que tuvo que irse a otro país a ganar más dinero y que me dejó con los abuelos. También que regresó cuando yo empezaba a aprender a bañarme, que siempre decía que le gustaba su vida en ese otro lugar y que la única razón por la que vino fue para cuidarme. No supe como era cuando se fue con papá pero el abuelo dice que cuando volvió sin dinero y sin él, era otra persona.
A mí me gustaba dormir con la abuela, salir con la abuela, bañarme con la abuela y vivir con los abuelos, pero a mamá no le gustaba nada de eso. En cuanto volvió dijo que viviría con ella. La abuela dijo que no era necesario, que yo podía quedarme el tiempo que quisiera mientras ella estabilizaba su situación, pero mamá hizo mis maletas y me mudé ese mismo día.
Al instalarnos en su casa, mamá dijo que aprendería a bañarme como se debía cuanto antes. Cuando estaba en la regadera, me ponía gotas de jabón en los dedos índices y me pedía que las pusiera dentro de mis ojos abiertos. Decía que así estarían más limpios. Las primeras veces lloré mucho aunque me pidió con dulzura que me calmara. Mamá decía que debía parpadear hasta que salieran burbujas para que las pestañas y el resto del ojo estuviesen impecables. El interior de mis párpados se calentaba y ardía cuando eso pasaba. A veces hacíamos lo mismo con el interior de mi nariz, y me pedía que aspirase agua por ella hasta que me saliera por la boca aunque luego pasara toda la tarde estornudando. Al terminar el baño siempre tenía los ojos irritados y la nariz roja. Mamá decía lo que hacíamos se llamaban baños profundos. Al salir de la regadera y aprovechando que mis orejas estaban húmedas, mamá les introducía cotonetes hasta que dejaba de escuchar y los latidos de mi corazón rebotaban dolorosamente dentro de mis tímpanos. Podía sentir el algodón tan adentro de mi oído que tosía. Algunas veces sangraba y sentía el líquido caliente escurriéndose por mi mentón. Cuando eso pasaba, mamá tomaba papel higiénico para contener la sangre y no manchar la bata de baño con la que me secaba el resto del cuerpo. Cuando mis oídos se tapaban por el exceso de sangre, mamá usaba una mezcla de alcohol y agua para que la suciedad se suavizara, aunque tenía que usar muchos cotonetes para que esto pasara.
A mamá tampoco le gustaba que mi cabello tuviera nudos. Lo cepillaba con fuerza una y otra vez y en cada vuelta mucho cabello se quedaba atrapado entre las cerdas del peine. Ella decía  este se enredaba porque era muy grueso y que ya me crecería. A mamá también le gustaba que mis uñas estuviesen pulcras. Teníamos un filoso cortauñas que usaba dos veces por  semana. Cuando ella volvió, yo empecé a comerme las uñas, así que decidió no dejar que eso pasara. Para lograrlo, introducía la punta inferior del corta uñas en medio de la piel y la uña y cortaba un poco de ambas para asegurarse de que no pudiera morderme nada. Las puntas de los dedos me sangraban y me ardían un par de días, y cuando las uñas empezaban a crecerme lo suficiente para cubrir la piel lastimada, me las cortaba de nuevo.  Al terminar con el baño, mamá me abrazaba muy fuerte, luego besaba mi frente con ternura y en ese instante yo podía sentir que me quería.
Mamá también se encargaba de mantener mis dientes brillantes. Yo tenía un cepillo de cerdas duras que ella pasaba dentro de mi boca hasta que las encías se inflamaban. Luego me hacía sacar la lengua y lo introducía hasta hacerme vomitar. El hilo dental era obligatorio y su paso por entre mis dientes casi siempre hacía que las encías se abrieran y me llenaran la boca con el ferruginoso sabor de las heridas.
Mamá se concentraba mientras me bañaba, y al salir del baño, siempre se veía muy relajada. Algunas veces, su tranquilidad duraba hasta el siguiente baño. Cuando eso no pasaba, esperaba a que hiciera ruidos en la mesa o a que mis calcetas estuvieran sucias para peinarme de nuevo.
Cuando aprendí a bañarme sola, mamá me pidió que siguiera haciendo los baños profundos y para comprobarlo me olía los ojos y examinaba mis orejas con una lámpara. También metía  sus dedos entre mi labio inferior y los dientes para confirmar que hubiese seguido sus instrucciones. Por más que insistí en que podía peinarme sola, mamá lo hizo por mí hasta que cumplí once. Por ese tiempo el cabello empezó a desaparecer de mi sien derecha.
En muchos años no vi casi nunca a los abuelos, ya que salía de casa con mamá al colegio y ella pasaba por mí después del trabajo. Una vez pasé una semana vomitando y mi mamá decidió llamarlos. Llegaron con el pediatra, que se asustó de mi peso y el estado de mi cabello.  No íbamos nunca al doctor y mamá no tenía dinero para la medicina, pero la abuela compró todo y poco a poco fui llegando a la talla que debía a tener con respecto a mi tamaño. El cabello tardó en crecer un poco y aún hoy veo pequeños agujeros que cubro con sutileza con otros mechones que desperdigo en mi cabeza.
Algunos años después, mientras me bañaba antes de irme a dormir, escuché un grito agudo viniendo del cuarto de mamá. Salí lo más pronto que pude y la encontré inerte en su cama. La moví un par de veces y no reaccionó. Fui por hielo a la nevera y lo coloqué en su cuello pero nada pasó. Toqué su nariz y tampoco estaba entrando o saliendo aire. Me senté a su lado mientras pensaba en qué hacer. Después de algún tiempo decidí despedirme de ella como se merecía. La acomodé como si hubiese estado durmiendo y fui al baño por shampoo, cotonetes y el cortaúñas. Con cuidado puse gotas de shampoo en uno de sus dedos, que ya se estaba poniendo rígido y le abrí los ojos. No pude hacer que parpadeara pero moví sus párpados y luego de obtener un poco de espuma la limpié con su sábana. Metí también cotonetes a sus oídos hasta que sentí que topaban en sus tímpanos. Solo una de sus orejas sangró y tuve que ir al baño por papel para limpiar su lóbulo. Mamá tenía unas uñas larguísimas que me costó mucho trabajo quitar, pero al finalizar, la piel descosida de la punta de los dedos se veía idéntica a la de mis manos. No quise cepillarla porque su boca no se abría pero pasé mis dedos en sus encías inferiores hasta que las vi inflamadas. Arranqué un mechón de su cabello ensortijándolo en mi dedo y halandolo con todas mis fuerzas mientras mi otra mano empujaba al lado opuesto su cabeza. Pensé que era todo lo que podía hacer por ella. Limpié el desastre y puse los restos de sus uñas y los artículos de higiene en una bolsita que tiré en la basura de la cocina. Luego, regresé a taparla y cerrando sus ojos que aún tenían restos de shampoo, le di un beso en la frente y le dije que la amaba.
Fui a mi habitación a dormir un rato y a la mañana siguiente llamé a los abuelos para contarles que mamá no despertaba. Llegaron en cuanto pudieron y todo ese día los oí haciendo llamadas a diferentes partes para poder hacer el funeral a mamá.  El médico que llegó a revisarla declaró que un paro cardiaco le había causado la muerte la noche anterior. Los abuelos se encargaron de su entierro y desde entonces vivo con ellos como antes de que mamá se fuera.
Todavía guardo conmigo el mechón de cabello que tomé de mamá dentro de una bolsa que sellé al vacío. Desde que ella murió, dejé de hacer los baños profundos y mis uñas ya crecen con normalidad. A veces, mientras el agua escurre de mi cabello a mi cara, un poco de espuma entra a mis ojos y cuando eso pasa, me enjuago tanto como puedo. Mientras mis ojos están cerrados y el líquido me quema los párpados, siento a mamá besando mi frente mientras me aprieta contra su cuerpo diciendo que me ama.