Desde siempre me
han gustado los vestidos. Sentir libertad bajo las prendas. La ligereza de mi cuerpo casi desnudo enfrentándose a la calle, al ambiente, a la
opresión de ser yo. Sonrío solo de pensar en mi
piel, tibia y fresca, descubierta
mientras camino por la calle, aunque, al ver hacia abajo, mi cuerpo esté parcialmente cubierto por la
tela que se mueve. Sueño con escotes que descubren a medias mi pecho casi plano
y que bajan por mi espalda recta, deslizándose hacia la redondez de mi trasero.
También me gustan los de tirantes que desnudan por completo los brazos, aunque
evidencien la falta de sol en los hombros y el inicio de las extremidades.
Muchas veces he
parado en las tiendas de vestidos después del trabajo, solo para admirar contornos de hombros, diseños, costuras,
rectitudes, texturas, tamaños, colores. Me he detenido también a medir las
diferencias entre cadera, pecho y cintura, para comprobar una y otra vez que
los diseñadores no saben nada de formas reales y que nunca encontraré un
vestido que pueda amoldarse por completo a mi cuerpo.
Y aunque no
quepa en ellos, en los hermosos y tentadores vestidos de pliegues que busco en
revistas, aparadores y tiendas, eso no significa que no tenga los míos. No
tengo muchos porque me gusta la discreción, pero en marzo (a veces abril) los
uso cada vez que puedo. Cuando las calles se llenan de calor, de bullicio, de
alfombras de aserrín y de gente comprando bebidas frías y comida típica de
temporada, mis vestidos se desempolvan y se preparan para verme danzar feliz
dentro de ellos.
Hoy es el día en
que empiezo el ritual de verano. Me he despertado temprano. Lo primero que hago
es tomar un baño que me purifique y me despierte. Me seco lo mejor que puedo y
acomodo mis (hermosos, soñados) vestidos entrándolos por encima de mi cabeza.
Cubro perfectamente mi pecho, acomodando botón tras botón, hasta el ombligo. Me
detengo casi siempre en este punto porque mi piel se eriza cuando mi cuerpo se
siente bailando dentro de la floja tela que me cubre. Además de los vestidos,
tengo varios cinturones para hacer juego, y
normalmente escojo alguno que combine para colocarlo alrededor de la
cintura y darle forma a mi pieza. El espejo de mi habitación es enorme, y en él
reviso que el resto de mi atuendo caiga hasta casi los zapatos. Sé que no
debería, pero no puedo evitar quitarme la ropa interior. De todas maneras, mis
(hermosos, holgados) vestidos son casi siempre oscuros y me esfuerzo por que
nada se trasluzca de ellos. Luego de comprobar que mi atuendo esté perfecto,
arreglo mi cabello y coloco una leve base de maquillaje sobre mis mejillas. Me
gusta verme natural, y me encanta saber que me veo radiante y a tono con el
clima. Luego de terminar con esta fase, subo a mi terraza, y dejo que el sol y
la cámara de mi teléfono comprueben que puedo salir a la calle con solo el
vestido puesto. Me tomo un par de fotos. Quiero irradiar femineidad, sutileza,
aunque cuando la cámara me enfoca, las tomas a veces se ven forzadas. Termino
la faena de ver mi cuerpo a contraluz y regreso por las gradas.
Bajo a la sala,
sonriente y veo a mamá esperándome para despedirse. Me persigna y me da mi turno. Salgo a la
calle, camino algunas cuadras y me sumerjo en el maremágnum de gente que me
acompaña en el dudoso festejo de ver un cuerpo martirizado y semidesnudo
cargado en hombros. Me resigno y pienso que el fin es más importante que los
medios. Al llegar a la dirección que tiene impreso el turno que me ha dado
mamá, me pongo un gorro morado, que combina perfecto con los vestidos de mis
compañeros y los saludo. “Gusto de verte otra vez, Roberto” me dicen, apretando
mis manos, mientras yo lucho por que no se peguen demasiado a mi cuerpo
desnudo. Me incorporo a las filas y rezo por que este año no sea el anda tan
pesada.