A mamá le
gustaba que estuviese muy limpia. Murió hace mucho tiempo pero pienso en ella a
veces cuando me baño. Recuerdo que no estuvo un par de años conmigo cuando yo
era bebé. Que tuvo que irse a otro país a ganar más dinero y que me dejó con
los abuelos. También que regresó cuando yo empezaba a aprender a bañarme, que siempre
decía que le gustaba su vida en ese otro lugar y que la única razón por la que vino
fue para cuidarme. No supe como era cuando se fue con papá pero el abuelo dice
que cuando volvió sin dinero y sin él, era otra persona.
A mí me gustaba
dormir con la abuela, salir con la abuela, bañarme con la abuela y vivir con los abuelos, pero a mamá no le gustaba nada de eso. En cuanto volvió dijo que
viviría con ella. La abuela dijo que no era necesario, que yo podía quedarme el
tiempo que quisiera mientras ella estabilizaba su situación, pero mamá hizo mis
maletas y me mudé ese mismo día.
Al instalarnos
en su casa, mamá dijo que aprendería a bañarme como se debía cuanto antes.
Cuando estaba en la regadera, me ponía gotas de jabón en los dedos índices y me
pedía que las pusiera dentro de mis ojos abiertos. Decía que así estarían más
limpios. Las primeras veces lloré mucho aunque me pidió con dulzura que me
calmara. Mamá decía que debía parpadear hasta que salieran burbujas para que
las pestañas y el resto del ojo estuviesen impecables. El interior de mis
párpados se calentaba y ardía cuando eso pasaba. A veces hacíamos lo mismo con
el interior de mi nariz, y me pedía que aspirase agua por ella hasta que me
saliera por la boca aunque luego pasara toda la tarde estornudando. Al terminar
el baño siempre tenía los ojos irritados y la nariz roja. Mamá decía lo que
hacíamos se llamaban baños profundos. Al salir de la regadera y aprovechando
que mis orejas estaban húmedas, mamá les introducía cotonetes hasta que dejaba
de escuchar y los latidos de mi corazón rebotaban dolorosamente dentro de mis tímpanos.
Podía sentir el algodón tan adentro de mi oído que tosía. Algunas veces
sangraba y sentía el líquido caliente escurriéndose por mi mentón. Cuando eso
pasaba, mamá tomaba papel higiénico para contener la sangre y no manchar la
bata de baño con la que me secaba el resto del cuerpo. Cuando mis oídos se
tapaban por el exceso de sangre, mamá usaba una mezcla de alcohol y agua para
que la suciedad se suavizara, aunque tenía que usar muchos cotonetes para que
esto pasara.
A mamá tampoco
le gustaba que mi cabello tuviera nudos. Lo cepillaba con fuerza una y otra vez
y en cada vuelta mucho cabello se quedaba atrapado entre las cerdas del peine.
Ella decía este se enredaba porque era
muy grueso y que ya me crecería. A mamá también le gustaba que mis uñas estuviesen
pulcras. Teníamos un filoso cortauñas que usaba dos veces por semana. Cuando ella volvió, yo empecé a
comerme las uñas, así que decidió no dejar que eso pasara. Para lograrlo,
introducía la punta inferior del corta uñas en medio de la piel y la uña y
cortaba un poco de ambas para asegurarse de que no pudiera morderme nada. Las
puntas de los dedos me sangraban y me ardían un par de días, y cuando las uñas
empezaban a crecerme lo suficiente para cubrir la piel lastimada, me las
cortaba de nuevo. Al terminar con el baño,
mamá me abrazaba muy fuerte, luego besaba mi frente con ternura y en ese instante yo
podía sentir que me quería.
Mamá también se
encargaba de mantener mis dientes brillantes. Yo tenía un cepillo de cerdas duras que ella pasaba dentro de mi boca hasta que las encías se inflamaban. Luego me hacía
sacar la lengua y lo introducía hasta hacerme vomitar. El hilo dental era obligatorio
y su paso por entre mis dientes casi siempre hacía que las encías se abrieran y
me llenaran la boca con el ferruginoso sabor de las heridas.
Mamá se
concentraba mientras me bañaba, y al salir del baño, siempre se veía muy
relajada. Algunas veces, su tranquilidad duraba hasta el siguiente baño. Cuando
eso no pasaba, esperaba a que hiciera ruidos en la mesa o a que mis calcetas
estuvieran sucias para peinarme de nuevo.
Cuando aprendí a
bañarme sola, mamá me pidió que siguiera haciendo los baños profundos y para
comprobarlo me olía los ojos y examinaba mis orejas con una lámpara. También
metía sus dedos entre mi labio inferior
y los dientes para confirmar que hubiese seguido sus instrucciones. Por más que
insistí en que podía peinarme sola, mamá lo hizo por mí hasta que cumplí once.
Por ese tiempo el cabello empezó a desaparecer de mi sien derecha.
En muchos años
no vi casi nunca a los abuelos, ya que salía de casa con mamá al colegio y ella
pasaba por mí después del trabajo. Una vez pasé una semana vomitando y mi mamá
decidió llamarlos. Llegaron con el pediatra, que se asustó de mi peso y el
estado de mi cabello. No íbamos nunca al
doctor y mamá no tenía dinero para la medicina, pero la abuela compró todo y
poco a poco fui llegando a la talla que debía a tener con respecto a mi tamaño.
El cabello tardó en crecer un poco y aún hoy veo pequeños agujeros que cubro
con sutileza con otros mechones que desperdigo en mi cabeza.
Algunos años
después, mientras me bañaba antes de irme a dormir, escuché un grito agudo viniendo
del cuarto de mamá. Salí lo más pronto que pude y la encontré inerte en su
cama. La moví un par de veces y no reaccionó. Fui por hielo a la nevera y lo
coloqué en su cuello pero nada pasó. Toqué su nariz y tampoco estaba entrando o
saliendo aire. Me senté a su lado mientras pensaba en qué hacer. Después de
algún tiempo decidí despedirme de ella como se merecía. La acomodé como si
hubiese estado durmiendo y fui al baño por shampoo, cotonetes y el cortaúñas.
Con cuidado puse gotas de shampoo en uno de sus dedos, que ya se estaba
poniendo rígido y le abrí los ojos. No pude hacer que parpadeara pero moví sus
párpados y luego de obtener un poco de espuma la limpié con su sábana. Metí
también cotonetes a sus oídos hasta que sentí que topaban en sus tímpanos. Solo
una de sus orejas sangró y tuve que ir al baño por papel para limpiar su
lóbulo. Mamá tenía unas uñas larguísimas que me costó mucho trabajo quitar,
pero al finalizar, la piel descosida de la punta de los dedos se veía idéntica
a la de mis manos. No quise cepillarla porque su boca no se abría pero pasé mis
dedos en sus encías inferiores hasta que las vi inflamadas. Arranqué un mechón
de su cabello ensortijándolo en mi dedo y halandolo con todas mis fuerzas
mientras mi otra mano empujaba al lado opuesto su cabeza. Pensé que era todo lo que podía
hacer por ella. Limpié el desastre y puse los restos de sus uñas y los
artículos de higiene en una bolsita que tiré en la basura de la cocina. Luego,
regresé a taparla y cerrando sus ojos que aún tenían restos de shampoo, le di
un beso en la frente y le dije que la amaba.
Fui a mi
habitación a dormir un rato y a la mañana siguiente llamé a los abuelos para
contarles que mamá no despertaba. Llegaron en cuanto pudieron y todo ese día
los oí haciendo llamadas a diferentes partes para poder hacer el funeral a
mamá. El médico que llegó a revisarla
declaró que un paro cardiaco le había causado la muerte la noche anterior. Los
abuelos se encargaron de su entierro y desde entonces vivo con ellos como antes
de que mamá se fuera.
Todavía guardo
conmigo el mechón de cabello que tomé de mamá dentro de una bolsa que sellé al
vacío. Desde que ella murió, dejé de hacer los baños profundos y mis uñas ya
crecen con normalidad. A veces, mientras el agua escurre de mi cabello a mi
cara, un poco de espuma entra a mis ojos y cuando eso pasa, me enjuago tanto
como puedo. Mientras mis ojos están cerrados y el líquido me quema los párpados,
siento a mamá besando mi frente mientras me aprieta contra su cuerpo diciendo
que me ama.
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