Quería empezar mis anecdioteces con la historia de
la vez en que (a los dos meses) mami Tenchy (mi abue) y mami me llevaron a un
rito de gallinas negras. Pero pasa que del hecho no tengo nada en concreto .Solo
la historia de yo siendo un bebito asistiendo al sacrificio de unos animales
del color de la noche. Luego pensé contarles que soy un aborto octomesino. Nací
una madrugada luego de un coraje y no he sido alguien de darle muchas alegrías
a mis papis casi nunca, así que mi nacimiento fue coherente. Mis historias de nacimiento y primeros meses
de vida no son la gran cosa. Vengo de una familia bastante común, aunque la
mamá de Papi Iván (mi abuelastrito) leía el tabaco y el café y a veces pienso,
un poco con miedo, que vivo en casa de una bruja. No he vivido todo el tiempo
aquí y ese es tema de otra entrada, pero basta decir que en esta casa tuve mi primer
contacto con los conejos.
Cuando era pequeña, Papi Iván me traía de vez en
cuando. En ese tiempo, su hijo hacía cuadros y proyectos artísticos así que el
lugar era una especie de casa-galería. Tenían un de ama de llaves que al
parecer tenía mucho tiempo de vivir en la casa y ella tenía conejos. Mientras mi
abuelo hablaba con ellos, yo me quedaba en la terraza, viendo a los
animalillos. Con el tiempo, dejamos de venir pero siempre quise
tener un conejo que me quisiera como yo los quería a ellos.
Al empezar mi pubertad, unos tíos nos regalaron, a
mis dos hermanos y a mí, un conejo de ojos rojos. Se llamaba Lalan (para hacer
corto Ah la lan Puta, como le decía mami cada vez que lo veía). Era un conejo
huraño y poco adorable, pero lo queríamos. Como un solo conejo no puede dar
tanto amor ni repartirse entre 6 manos, en menos de un par de meses vino otro. Manchitas. Así, cada uno de
mis hermanos tenía uno. Pero yo necesitaba amor, comprensión y ternura y sobre todo, no tener que compartir mascota. Así que
un día mama Juana (la mamá de mami) me regaló a Pelusa, una coneja de ojos y
orejas negras con manchita en el lomo a la que quise mucho. En casa de mis
papis había una especie de galera, así que allí dejamos a los animales estar a
su antojo. Pocos días después de traer a Pelusa a la casa, nos dimos cuenta de
que estaba embarazada. En menos de un año tuvimos treinta y siete conejos en
casa y estábamos más felices que Roxanna Baldetti en tienda gringa. Mis papis
no tanto. Mis hermanos (de 7-8 años por ese entonces) jugaban a casarlos,
haciéndoles velos y corbatines con papel higiénico y yo tenía que ir a veces por
bolsas gigantes de hojas de repollo y otras verduras para que comieran. Un día,
cansados de los hoyos del patio, del gasto de alimentar a tanto conejo y de la
cantidad de popó que los animalitos hacían, mami y papi decidieron llevarse a
casi todos nuestros animales, excepto por un par (machos y gays) a casa de mama Juana.
Como visitábamos con frecuencia a nuestros abuelos,
también veíamos con regularidad a los conejos, aunque yo empecé a notar que
cada vez había menos. Al comentarle a mi abue, ella dijo que era porque estaban
haciendo madrigueras. Una tarde de domingo, en que hicieron un pollo en salsa
verde, mi hermana (que siempre ha tenido fama de ser Manos de mantequilla) regó
un vaso casi lleno de refresco. Tenía que limpiar y para ello necesitaba el
trapeador que estaba en la parte de atrás de la casa de los abuelos, colgado en unos
clavitos que estaban en la pared. Iba rumiando la torpeza de mi hermana cuando
estiré la mano para tomar el trapo, pero para mi sorpresa me encontré de frente
con una piel de conejo con una mancha en el lomo. Le grité a mami para que
viniera a ver lo que yo estaba viendo. Cuando llegó, entre risas, me preguntó
qué pensaba que había comido. Uno de los días que más roto he tenido el corazón
fue ese, que supe que me había comido a mi propia coneja y amiga en un
estofado y que los conejos que faltaban también habían sido nuestro almuerzo los domingos anteriores.
Los conejos que quedaron en casa eran muy promiscuos.
Tanto que en una de sus carreras para ver quién sodomizaba al otro, uno
de ellos acabó sin pene a causa de una mordida, y murió horas después,
entre las láminas de la galera. El que quedó era una basura de animal y (además
de cogerse todo lo que encontraba) marcaba territorio a cada rato, dejando la casa
(una vez incluso a mami) impregnada con su fuerte y característico almizcle. Ya no
recuerdo que pasó con él.
Lo cierto es que siempre me han gustado los conejos.
Sofía (mi hija) tuvo una coneja que nos duró dos días y se llamaba Princesa
Chipe. Luego un conejo gris hermoso que se llenó de ácaros y estuvo unos meses
con nosotros. Infinidad de mascotas han pasado por mis manos y he hecho que casi
todas me laman porque tengo debilidad por las lenguas de los mamíferos y no me
da pena admitirlo.
Hace unas semanas encontré, al ir a desayunar con un
buen amigo, un conejo Cabeza de León en una venta clandestina de animales. Fue
amor a primera vista, así que la compré. Tomé las fotos respectivas, compré los enseres necesarios, limpié lo mejor que pude para que estuviera cómoda y le puse Moll Flanders,
como la prostituta de la novela de Defoe del siglo XVIII. Ella murió ayer, víctima de un paro cardiaco
ocasionado por una diarrea. Y me dejó
con el corazón destrozado. Por muchas razones no estoy mucho tiempo en
casa. La coneja pasaba encerrada en mi habitación casi todo el tiempo. Hace un
rato, justo antes de decidirme a escribir esta anécdota, escuché sus patitas
hacer el ruido característico que los conejos hacen cuando huyen y la busqué
por inercia. Lloré hasta que todo el dolor que sentía en el pecho subió a mi
cabeza. Lo malo de que algo habite un espacio tan pequeño es que se impregna en
todo. Aquí está todavía su plato de comida y su agua pura. Su cepillo y la
almohada en que dormía. El arnés que le compré para cuando fuéramos al parque.
Aquí están también mis ganas de quererla que se quedaron a medias porque no me
dio más tiempo para hacerlo. Siempre me
han gustado los conejos y siempre ha sido muy doloroso cuidarlos, pero ha
valido la pena.
Creo que la culpa la tiene esta casa, que me enseñó
desde hace mucho que el cariño y el dolor de la pérdida habitan a veces cuerpos
muy pequeños y que desde siempre me ha dejado con las ganas de ser un conejo, para ser hermoso y morirme pronto.