Me
están arrancando todo el vello del cuerpo. Tengo los poros abiertos, y la piel
en carne viva. Me siento como un sapo, frío. Frío frío. con el pecho atravesado
por astillas. Con los pies atestados de clavos que entran por la planta y salen
por arriba. Estoy empezando a sudar, y un sudor frío llena mis poros. Empiezo a
escurrir sangre y sudor. El sudor hace que los poros me piquen, y la sangre
diluida fluye hacia otras partes de mi cuerpo. Intento levantarme, y las
astillas que tengo en el pecho me clavan a la cama. No puedo respirar, estoy
viscoso, me duele el pecho y todo vibra. Es mi despertador. Me despierto
sudando, con la sensación de aún estar clavado a la cama.
Salgo
de las sábanas, tomo una ducha, y voy al comedor. Mi abuela ya está esperándome,
lista para que hagamos lo que mejor sabemos hacer: hablar y comer.
-¿Qué
tal dormiste, m'hijo?-Me pregunta. Pienso mentirle, pero no tiene sentido.
-Mal, mama. Hace como una semana sueño muchas cosas meras raras. Me duele el
pecho, me siento cansado, me duele la cara y siento que me están puyando. Ya
llevo así varios días- La pobre mama Estela abre los ojos desmesuradamente y me
dice:-Eso es mal augurio, m'hijo. Eso que te está pasando me suena a cuando
brujiaron a Tavo, el hijo de doña Noyita. El pobre andaba con un hervor de
pecho, que pa'qué te cuento. Le dolían las rodillas, tenía calentura, y soñaba,
como vos, que lo estaban puyando. Qué si era la ex mujer, que le había hecho un
amarre.-
-Ay,
mama. Pero si lo único que me pasa es que me duele el cuerpo. Tal vez es gripe
- le contesto. Me ve con desconfianza y terminamos el desayuno. Llevo mi plato
al fregadero, y le pregunto qué tal le ha ido con la nueva gente que llegó a la
casa.-Bien, m'hijo. Me gustan los nuevos inquilinos. Pagan a tiempo, a veces no
se quedan al desayuno o a la cena, y no dejan shuco el baño.- Ah, qué bueno,
mama. Así le da más tiempo a usted para sus cosas- le respondo.
Le doy un beso en la frente, y tomo la bolsa en que me llevo mi comida.
De
camino al trabajo, sigo sintiendo que me duele el pecho. Veo hacia adentro de
la camisa, porque estoy empezando a sentir las astillitas de mi sueño. Pienso
que soy un idiota, por condicionarme de esa manera. Llego al trabajo, saludo a
los cuates. Me siento intranquilo. Solo quiero salir de allí y que llegue la
hora de la cena. Y no sé por qué. No me hace falta mi viejita. No siento que se
vaya a morir y no estoy preocupado. Pero me siento cansado de sentirme
angustiado por querer regresar a mi casa.
El día
no pasa nunca. Pólizas y más pólizas por rechazar. Todo el día diciendo no a
súplicas escritas de clientes puntuales. Ya no me siento culpable, aunque sé
que, de alguna manera, les estoy robando. Cuando al fin son las cinco, tengo
que quedarme a dar la resolución de un seguro de última hora. Termino lo más
pronto que puedo y me largo. Tengo ganas de escupir esos papeles cerotes, solo
por haberme retrasado.
Llego
a mi casa. Todos están sentados a la mesa. Me gusta que los inquilinos coman
juntos a cierta hora y que coman con nosotros. Parecemos una familia. Todos
hablando, y contándonos qué tal el día. Cuando nuevas personas han llegado a
alquilar cuartos dónde mi abuela casi siempre se integran rápido, aunque las
nuevas habitantes (dos jovencitas venidas de un pueblo escondido en la selva
para trabajar en no sé dónde) han querido encajar desde el principio. Rosa, la más grande de ellas, tiene unos
hermosos ojos. Antonia, una sonrisa bastante agradable. Me gusta que me miren.
Les gusta que las mire. Quiero que terminen todos de comer y se vayan a sus
habitaciones. Pero no quiero que ellas se vayan. -Buen provecho-. Dicen, uno a
uno, y se van. Ellas no se quieren ir. Me ven con insistencia. Siento sus
pupilas desabotonando mi camisa. Y me siento feliz de verlas. De estar allí con
ellas. Con Rosa. Con Rosa y sus ojos oscuros. Con Rosa y sus manos suaves, su
cuello terso, sus pechos firmes. Con Rosa, que ahora que la veo bien, parece
irradiar luz desde el vientre hacia arriba. Antonia me ve con duda. La veo con
condescendencia. Siento que la he herido. No importa. Quiero estar con Rosa.
Les hablo del clima, del día en el trabajo. Les pregunto si quieren ir a la
sala y ver televisión. Me responden que sí. Me siento junto a Rosa. Siento el
calor de sus piernas cerca de las mías. Fingimos ver la tele. Antonia dice
tener sueño. Rosa ha ganado. Se va, mientras el diálogo entre el cuerpo de Rosa
y el mío se intensifica. Seguimos con la mirada fija en el televisor. Muevo la
pierna izquierda, de arriba a abajo, despacio, para acariciar su muslo. Se voltea
para verme. Sonríe y dice tener sueño. No quiero que se vaya, y no quiero que
se dé cuenta de que no quiero que se vaya. Le digo que es mejor que vaya a
dormirse. La erección es evidente. Rosa me da un beso de buenas noches y se
larga. Me siento ansioso de nuevo. Veo un rato más la televisión y me dirijo a
mi cuarto. A tener el mismo sueño. A repetir la misma rutina.
Dos
semanas han pasado de cenar, ver televisión, acariciar a Rosa. No puedo con la
desesperación. Me estoy sintiendo enfermo. No quiero ir a trabajar. Mi abuela
insiste con eso de que estoy brujeado. Yo pienso que se puede ir mucho a la
mierda. Lo que quiero es cogerme a la Rosa. Quererla. Meter mi lengua en su
boca, y dejar de pensar en sus piernas cuando estamos sentados en la sala. No sentir
la desesperación que siento cuando no estoy con ella. Esto no es amor. Es una
necesidad maldita. No me concentro en nada. Pierdo dinero. No he podido
encontrar mi pasaporte. Lo iba a usar la otra semana. No he salido con mis
cuates. Ni con nadie. Todo por esperar la cena para ver a esa puta. Para que me
vuelva loco con las faldas que se pone. Para sentarnos en el sillón, y poner la
mano cerca de sus piernas. Y acariciarlas apenas con los dedos. Y volver a
soñar que me asfixio. Que me quemo. Que mis pies están llenos de clavos, y que
astillas me dejan pegado a la cama. Odio a la Rosa, pero la quiero, la necesito
conmigo. Nunca había querido a alguien con esta rabia con que la deseo.
Hoy
que es sábado, voy a ayudar a mi abuela. Las muchachas no están los sábados. Su
jardín es una desgracia. Las macetas están todas machacadas. Así tal vez se
pasa rápido el día. Además la mama Estela ya está viejita. Y hace días que no
hablamos. Todo por esta ansiedad mierda que me está comiendo vivo. Empezamos
con las plantas de chile. Les muevo la tierra, les pongo abono, les quito las
hojitas muertas. Luego con la planta de higo. Esa está más o menos bien. Mi
abuela pega un grito. Se le cayó la maceta en la que tenía el rosal amarillo
nuevo que le regalaron las patojas. Igual la tierra está mala. Adentro tiene un
frasco de café, con mi foto atravesada por alfileres. Es la foto de mi
pasaporte, con razón no la encontraba. Tenía razón mi viejita. Llama a la Noya
para ver que se hace con el frasquito. Dice que hay que quemarlo y que le tengo
que escupir adentro. Mi abuela lo abre. Pétalos de rosa se están pudriendo
adentro. Eso y no sé qué otras hierbas. Apesta a desagüe. Jalo desde el fondo
de mi ser un escupitajo enorme que embarra toda mi cara. Siento que se me sale
todo el odio en esa escupida. Lástima. No salía feo en la foto. Metemos una
hoja de periódico empapada en alcohol, y tiramos un cerillo. Cerramos el frasco
Dejamos que el fuego crepite hasta que el vidrio se quiebra. Abrimos el cuarto de las
muchachas y ponemos todo en bolsas. Esperamos a que lleguen, sentados en la
sala. Brujas malditas, les dice mi abuela. Yo pienso que de todos modos me
hubiera cogido a la Rosa. No era necesario el embrujo. Se van llorando. Le miro
las piernas a Rosa al salir. Le digo ¡Váyase a la mierda, bruja puta! antes de
que cierre la puerta, para que sepa que la odio. Mi abuela me calla.
"shhht... No sea malhabladote", me dice.
El día
termina. Cenamos y hablamos con mi abuela. Desde entonces ya no sueño que me
astillan el pecho, ni sueño nada, aunque cuando estoy en el sillón buscando
algo en la tele, a veces siento junto a las mías las piernas de la Rosa y me
sube a la nariz el aroma de sus faldas.