sábado, 13 de agosto de 2016

El rosal de la abuela


Me están arrancando todo el vello del cuerpo. Tengo los poros abiertos, y la piel en carne viva. Me siento como un sapo, frío. Frío frío. con el pecho atravesado por astillas. Con los pies atestados de clavos que entran por la planta y salen por arriba. Estoy empezando a sudar, y un sudor frío llena mis poros. Empiezo a escurrir sangre y sudor. El sudor hace que los poros me piquen, y la sangre diluida fluye hacia otras partes de mi cuerpo. Intento levantarme, y las astillas que tengo en el pecho me clavan a la cama. No puedo respirar, estoy viscoso, me duele el pecho y todo vibra. Es mi despertador. Me despierto sudando, con la sensación de aún estar clavado a la cama.
Salgo de las sábanas, tomo una ducha, y voy al comedor. Mi abuela ya está esperándome, lista para que hagamos lo que mejor sabemos hacer: hablar y comer.
-¿Qué tal dormiste, m'hijo?-Me pregunta. Pienso mentirle, pero no tiene sentido. -Mal, mama. Hace como una semana sueño muchas cosas meras raras. Me duele el pecho, me siento cansado, me duele la cara y siento que me están puyando. Ya llevo así varios días- La pobre mama Estela abre los ojos desmesuradamente y me dice:-Eso es mal augurio, m'hijo. Eso que te está pasando me suena a cuando brujiaron a Tavo, el hijo de doña Noyita. El pobre andaba con un hervor de pecho, que pa'qué te cuento. Le dolían las rodillas, tenía calentura, y soñaba, como vos, que lo estaban puyando. Qué si era la ex mujer, que le había hecho un amarre.-
-Ay, mama. Pero si lo único que me pasa es que me duele el cuerpo. Tal vez es gripe - le contesto. Me ve con desconfianza y terminamos el desayuno. Llevo mi plato al fregadero, y le pregunto qué tal le ha ido con la nueva gente que llegó a la casa.-Bien, m'hijo. Me gustan los nuevos inquilinos. Pagan a tiempo, a veces no se quedan al desayuno o a la cena, y no dejan shuco el baño.- Ah, qué bueno, mama. Así le da más tiempo a usted para sus cosas- le  respondo.  Le doy un beso en la frente, y tomo la bolsa en que me llevo mi comida.
De camino al trabajo, sigo sintiendo que me duele el pecho. Veo hacia adentro de la camisa, porque estoy empezando a sentir las astillitas de mi sueño. Pienso que soy un idiota, por condicionarme de esa manera. Llego al trabajo, saludo a los cuates. Me siento intranquilo. Solo quiero salir de allí y que llegue la hora de la cena. Y no sé por qué. No me hace falta mi viejita. No siento que se vaya a morir y no estoy preocupado. Pero me siento cansado de sentirme angustiado por querer regresar a mi casa.
El día no pasa nunca. Pólizas y más pólizas por rechazar. Todo el día diciendo no a súplicas escritas de clientes puntuales. Ya no me siento culpable, aunque sé que, de alguna manera, les estoy robando. Cuando al fin son las cinco, tengo que quedarme a dar la resolución de un seguro de última hora. Termino lo más pronto que puedo y me largo. Tengo ganas de escupir esos papeles cerotes, solo por haberme retrasado.
Llego a mi casa. Todos están sentados a la mesa. Me gusta que los inquilinos coman juntos a cierta hora y que coman con nosotros. Parecemos una familia. Todos hablando, y contándonos qué tal el día. Cuando nuevas personas han llegado a alquilar cuartos dónde mi abuela casi siempre se integran rápido, aunque las nuevas habitantes (dos jovencitas venidas de un pueblo escondido en la selva para trabajar en no sé dónde) han querido encajar desde el principio.  Rosa, la más grande de ellas, tiene unos hermosos ojos. Antonia, una sonrisa bastante agradable. Me gusta que me miren. Les gusta que las mire. Quiero que terminen todos de comer y se vayan a sus habitaciones. Pero no quiero que ellas se vayan. -Buen provecho-. Dicen, uno a uno, y se van. Ellas no se quieren ir. Me ven con insistencia. Siento sus pupilas desabotonando mi camisa. Y me siento feliz de verlas. De estar allí con ellas. Con Rosa. Con Rosa y sus ojos oscuros. Con Rosa y sus manos suaves, su cuello terso, sus pechos firmes. Con Rosa, que ahora que la veo bien, parece irradiar luz desde el vientre hacia arriba. Antonia me ve con duda. La veo con condescendencia. Siento que la he herido. No importa. Quiero estar con Rosa. Les hablo del clima, del día en el trabajo. Les pregunto si quieren ir a la sala y ver televisión. Me responden que sí. Me siento junto a Rosa. Siento el calor de sus piernas cerca de las mías. Fingimos ver la tele. Antonia dice tener sueño. Rosa ha ganado. Se va, mientras el diálogo entre el cuerpo de Rosa y el mío se intensifica. Seguimos con la mirada fija en el televisor. Muevo la pierna izquierda, de arriba a abajo, despacio, para acariciar su muslo. Se voltea para verme. Sonríe y dice tener sueño. No quiero que se vaya, y no quiero que se dé cuenta de que no quiero que se vaya. Le digo que es mejor que vaya a dormirse. La erección es evidente. Rosa me da un beso de buenas noches y se larga. Me siento ansioso de nuevo. Veo un rato más la televisión y me dirijo a mi cuarto. A tener el mismo sueño. A repetir la misma rutina.
Dos semanas han pasado de cenar, ver televisión, acariciar a Rosa. No puedo con la desesperación. Me estoy sintiendo enfermo. No quiero ir a trabajar. Mi abuela insiste con eso de que estoy brujeado. Yo pienso que se puede ir mucho a la mierda. Lo que quiero es cogerme a la Rosa. Quererla. Meter mi lengua en su boca, y dejar de pensar en sus piernas cuando estamos sentados en la sala. No sentir la desesperación que siento cuando no estoy con ella. Esto no es amor. Es una necesidad maldita. No me concentro en nada. Pierdo dinero. No he podido encontrar mi pasaporte. Lo iba a usar la otra semana. No he salido con mis cuates. Ni con nadie. Todo por esperar la cena para ver a esa puta. Para que me vuelva loco con las faldas que se pone. Para sentarnos en el sillón, y poner la mano cerca de sus piernas. Y acariciarlas apenas con los dedos. Y volver a soñar que me asfixio. Que me quemo. Que mis pies están llenos de clavos, y que astillas me dejan pegado a la cama. Odio a la Rosa, pero la quiero, la necesito conmigo. Nunca había querido a alguien con esta rabia con que la deseo.
Hoy que es sábado, voy a ayudar a mi abuela. Las muchachas no están los sábados. Su jardín es una desgracia. Las macetas están todas machacadas. Así tal vez se pasa rápido el día. Además la mama Estela ya está viejita. Y hace días que no hablamos. Todo por esta ansiedad mierda que me está comiendo vivo. Empezamos con las plantas de chile. Les muevo la tierra, les pongo abono, les quito las hojitas muertas. Luego con la planta de higo. Esa está más o menos bien. Mi abuela pega un grito. Se le cayó la maceta en la que tenía el rosal amarillo nuevo que le regalaron las patojas. Igual la tierra está mala. Adentro tiene un frasco de café, con mi foto atravesada por alfileres. Es la foto de mi pasaporte, con razón no la encontraba. Tenía razón mi viejita. Llama a la Noya para ver que se hace con el frasquito. Dice que hay que quemarlo y que le tengo que escupir adentro. Mi abuela lo abre. Pétalos de rosa se están pudriendo adentro. Eso y no sé qué otras hierbas. Apesta a desagüe. Jalo desde el fondo de mi ser un escupitajo enorme que embarra toda mi cara. Siento que se me sale todo el odio en esa escupida. Lástima. No salía feo en la foto. Metemos una hoja de periódico empapada en alcohol, y tiramos un cerillo. Cerramos el frasco Dejamos que el fuego crepite hasta que el vidrio  se quiebra. Abrimos el cuarto de las muchachas y ponemos todo en bolsas. Esperamos a que lleguen, sentados en la sala. Brujas malditas, les dice mi abuela. Yo pienso que de todos modos me hubiera cogido a la Rosa. No era necesario el embrujo. Se van llorando. Le miro las piernas a Rosa al salir. Le digo ¡Váyase a la mierda, bruja puta! antes de que cierre la puerta, para que sepa que la odio. Mi abuela me calla. "shhht... No sea malhabladote", me dice.

El día termina. Cenamos y hablamos con mi abuela. Desde entonces ya no sueño que me astillan el pecho, ni sueño nada, aunque cuando estoy en el sillón buscando algo en la tele, a veces siento junto a las mías las piernas de la Rosa y me sube a la nariz el aroma de sus faldas.

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