sábado, 10 de septiembre de 2016

El Muñequito

-¡Saber por qué, pero cómo hiede, usté!- Le decía Yuri, la peluquera, a Marta, la doñita del atol. -Ay, doña Yuri, lo que pasa es que es loquita la pobre, ya vio que anda siempre con ese su muñeco de arriba para abajo-. -Ay, yo sé pues, pero aunque sea la deberían de bañar. Con que no se venga a recostar aquí es todo, porque después deja un tufo a rata muerta que ni ella se ha de aguantar.- -Es que usté si es mala, nia Yuri.  ¡Ay, no! pobre la Marcela. ¡Cómo cambió desde que la dejó el marido! Y con lo del nene, pior. Yo digo que por eso la deja la Leonor andar allí con el muñeco. ¿Sabe que miro yo mero raro? Que esa su cosa parece como que de trapo fuera del cuerpo, pero la carita como que la hubieran hecho con cera de esa celeste clarito. La gente tiene cada trabe... Ay la miro al rato que ya vinieron por unos chuchitos, ¿oye?- gritó desde la puerta Marta, mientras se limpiaba las manos con el delantal para ir a despachar la comida en su puestito.
Todos sabían que doña Yuri no tenía pelos en la lengua, y que andaba sacando a cuanto marero, limosnero, bolo o loco se paseaba por su puerta a escobazos y con las malas palabras por delante, pero la verdad es que la Marcela nos daba lástima a todos y por eso a ella no le hacía eso. Un par de veces, doña Yuri hasta le había financiado un par de tostadas y unos jugos donde doña Marta, porque la Marcela se miraba que no se acordaba ni de comer. Yo estaba allí oyendo todo porque me pintaba bien el pelo, cobraba barato y tenía buena plática. La verdad, por eso me gustaba ir con ella, aunque fuera tan mal hablada.
La Marcela tenía como 16 años cuando la casaron con el Carpio, un patojo mañoso de la colonia que tenía como 19 para cuando eso pasó. Ya traía panza, decían los vecinos por todos lados, y ni modo, se tuvo que casar. Pero yo miraba que a su modo se querían. Vivieron un par de años en un cuartito que les alquilaba el abuelo de ella como a dos cuadras de mi casa. Cuando se murió el viejito, los sacaron sus tíos, porque se estaban peleando por la "herencia" de los 64 metros cuadrados que don Lacho había dejado intestados. El Carpio hizo lo que pudo y como cabal en ese tiempo se había quedado sin trabajo, se puso a trabajar de brocha cada vez que le dejaban ruletear las 40R. Empezaron a vivir en una como galera que había sido de la mamá de la Marcela, parece. Con mi mamá lo mirábamos gritar por pasaje y silbar como endemoniado cuando íbamos al mercado. Después supimos que había conseguido otra patoja en el extremo de buses, y ya no lo vimos por su cuadra.
La Marcela ni había terminado de estudiar y por eso no trabajaba. Mi mamá decía que era una güevona que no podía ni tender bien la ropa. Cuando el Carpio dejó de llegar y se le acabó el dinero, empezó a limosnear. Salía hecha un asco de ropa y de pelo, a buscar comida para el patojito, que por ese entonces ya tenía como tres años y parecía de uno de lo desnutrido que estaba. Además apenas si sabía caminar porque a ella le gustaba cargarlo siempre. La mirábamos ir a la tienda a pedir fiado, y don Flavio, como era buena onda, le daba siempre aunque sea unos panes y una bolsita de café, aunque sabía que no le iba a pagar porque no tenía con qué. En cuanto recibía la bolsita, salía disparada de regreso para la casa. Cuando la tienda estaba cerrada o don Flavio de veras no tenía, se iba al mercado a pedir fruta aguada, retazos de carne vieja de esa que nunca sirve y que en la tarde le tiran a los chuchos de la calle junto con el hueso de desperdicio, y cosas por el estilo, y de plano con eso le daba de comer al nene.
Lo malo es que de tan poco y tan mal que comía, el patojito se enfermó. Un día llegó a la casa una su vecina a pedirnos unas sillas para usar en el velorio, porque se le había muerto de hambre a la pobre. Con mi mamá hicimos café y unos panes con ensalada de pollo y los llevamos a su casita. Había poca gente. La cajita blanca donde lo habían metido estaba iluminada por unas velas gordas, de esas que venden en vaso de vidrio con imágenes de santos (el buena gente de don Flavio se las había regalado y había montado la coperacha para lo del entierro y la cajita), y la habían subido en una mesa de madera café a la que le habían quitado el mantel y el plástico.
Solo estuvimos un rato ese día, pero al siguiente nos levantamos temprano para adornar el pickup en el que se iban a llevar la cajita. De paso agarramos lugar allí, a la par del muertío porque si no, hubiéramos tenido que tomar bus para el cementerio general. Una tía con la que la Marcela medio se llevaba le dijo que si quería, que se viniera para un cuartito que ella tenía desocupado, y como la pobre estaba aturdida solo subía y bajaba la cabeza a todo lo que uno le decía. El funeral fue rápido, y como había mucho calor, todos nos fuimos rápido también. Yo creo que era porque nadie le hablaba a ella, pero de todos modos, no podíamos dejar de ir al entierro del muchachito.
Nos regresamos en el mismo pickup y la tía de la Marcela se la llevó a su casa casi arrastrada cuando llegamos a la colonia. Parecía que la patoja estaba envuelta en una como bolsa de lágrimas y quejidos. Esa fue la última vez que la vi medio arreglada. A ella le había dejado de importar la vida, y a nosotros, ella. Don Oswaldo nos contó una vez que su tía ya no pasó a verla después de que pasaron como dos semanas de lo del nene.
Un día que fui a la panadería, doña Noyita estaba contándoles a otras viejas de la cuadra que la patoja se había escapado desde hacía unos días, y que tenía bien preocupada a la tía, que hasta entonces supe que se llamaba Doña Leonor. No me quedé a oír más porque ya iba a llover y yo llevaba el canasto del pan sin servilleta. Todas decían que ojalá y Dios la regresara con bien, y todas estaban de acuerdo también en que era una carga para la Leonor, más que una ayuda. Le conté a mi mamá cuando llegué a la casa y me dijo:-Ah, ya se jodieron porque la patoja ya agarró calle, como los loquitos. No te preocupés, que en unos días ya vas a ver como regresa-.
 Y tenía razón, porque como a la semana regresó hecha una lástima, llena de moretones y raspones en las piernas. Las manos estaban destrozadas. Las uñas hasta astilladas las tenía. El sol le había quemado la nariz como si la hubiera metido en fuego, y traía los ojos muertos de tanto llorar. El vestido amarillo que cargaba estaba hecho un caldo, todo lleno de sangre seca y de tierra. Parecía como si se hubiera caído y hubiera rodado durante todo ese tiempo por cómo cargaba la ropa. Todos nos alegramos porque sabíamos que era una buena patoja. A mí me había dado algo así como tristeza porque había oído que la gente de la cuadra ya se la imaginaba muerta en algún barranco.
Don Oswaldo, su vecino que saber por qué siempre sabe todo,  nos contó que traía una bolsa de plástico y que la fue a dejar a su cuartito antes de dejar que su tía la bañara. Le dieron de comer y se encerró en su cuarto como dos días. Para cuando salió ya se había vuelto loca. Empezó a andar por las calles con suéteres enormes, y la bolsa de plástico pegada a su pecho. Después nos dimos cuenta de que era un muñeco. Un muñeco deforme sacado de saber ni qué basurero, con un cuerpecito bien chiquitío y una cabeza extraña. Pero al menos ya no emanaba tristeza y todos pensábamos que el peso de la bolsa en el brazo la hacía sentir mejor.
A veces, la Marcela le cantaba a su muñeco (que ya hasta se miraba grasoso de tanto que lo mantenía en las manos) y cuando le cantaba, le volvía la alegría a los ojos y le vibraba en la voz. Yo la vi una vez y por eso les digo.  Se empezó a juntar con un pegamentero que le tocaba el pelo y la dejaba ponerle la cabeza en el regazo. Y hablaban todo el día aunque nadie oía de qué.
La gente le daba comida a veces, pero como empezó a oler pegamento con el charamilero, si uno la miraba, lo que pedía era pisto.  Y para eso si ya no estábamos. ¿Quería comida? Estaba bueno, no la íbamos a dejar morir de hambre tampoco, pero que pidiera para waipe y pegamento nos puso bravos. Además ya no se aguantaba su peste. No se miraba tan sucia tampoco, pero traía un hedor como a chucho muerto que no se iba ni a cuentazos y ya para ese punto, ni Don Flavio la aceptaba en su tiendita.
-Ella solita se echó la sal. Todo por andar hueliendo pegamento- me dijo mi mamá un día que la vimos cerca de la casa con el charamila. Yo solo le dije que si con la cabeza, mientras nos cruzábamos la calle, para no pasarles cerca.
La Marcela ya ni llegaba a donde su tía.  Dormía con el chara en las banquetas y cuando llovía, se envolvían en un plástico azul y se subían a los bordes de los almacenes que tenían persianas de metal. En el día se iba solita para el parque central a pedir fichas.  Y la gente le daba dinero. Es que daba lástima verla, tan patoja y tan perdida. Se empezó a juntar con los bolitos de allí del parque y la miraba uno en marita, cerca de la concha acústica, recogiendo latas para vender, siempre con una bolsita de Flex en la mano o con un waipe sucio, y el muñeco (metido en una bolsa negra) chineado en la otra.  Lo bueno es que allí en el centro siempre llegaban grupos de voluntarios a dejar comida y por eso no se murió de hambre. Pero eso de andar con bolos ya no es lo mismo que con los locos que huelen pegamento. Yo creo que por eso la mataron.
Andaba la bulla por la cuadra de que habían encontrado a la Marcela degollada por la quinta avenida y cuarta calle creo. Salió hasta en las noticias. Parece que se peleó con uno de los bolos y esos no perdonan nada.  La degollaron y le quitaron su suéter lleno de latas, que era lo único que cargaba que tenía algo de valor. Lo malo es que hasta allí entendimos por qué cargaba el muñequito.
Cuando llegó el ministerio público y estaban levantando el cuerpo, un investigador como que vio la bolsa y la abrió. Y vio al muñequito. En La Extra decía que el trapo se estaba pudriendo. Lo que pasó es que la Marcela, de plano entre la loquera, se había ido a meter al cementerio y sacó la cajita del nene. Como no se lo pudo llevar todo, le quitó la cabeza y le hizo un cuerpo con los trapos que llevaba. Lo que no sabemos es por qué le habrá echado cera en la cara, pero de plano que fue porque cuando lo hizo, no estaba tan loca o tal vez para que no vieran que cargaba al güirito. Doña Marta, la de las tostadas, dice que cada quien tiene su trabe y de plano que tuvo sus razones para hacerlo. Aparte a ella le gustaba el color celeste. Yo siempre pensé que su mero color había sido el amarillo.
Nadie había ido al cementerio a visitar al nene. Fuimos el domingo pasado para ver si mirábamos algo.  Ni mi mamá ni yo nos acordábamos de por dónde se había quedado, pero como don Flavio tenía el número del nicho, con eso lo fuimos a buscar. Nunca le pusieron lápida. Yo toqué el repello y no estaba roto ni nada. Nos pareció raro. Le puse flores y le recé un poquito. Le pedí que perdonara a su mamá, en lo que otra señora y mi mamá iban por agua. Cuando terminé, me puse a ver las inscripciones de las otras tumbitas. Había una que estaba medio rota de una orilla y eso me dio curiosidad. Era más reciente que la del hijo de la Marcela, pero se miraba más maltratada, como si la hubieran abierto y vuelto a pegar de los lados. Pero fuera de eso, si uno miraba bien, la lápida estaba completa, solo lastimada de una orilla. Ya no pude ver más porque en eso llegó mi mamá con el agua, limpiamos y nos fuimos.
Nunca supimos que pasó, pero yo creo que la Marcela agarró la cabeza equivocada cuando se metió al cementerio. Yo también leí el periódico y vi las fotos, y la cabeza que allí se miraba no se parecía a la del patojito desnutrido que ella tenía. Pienso mucho en ella no sé por qué, y no me da miedo lo que hizo, pero si mucha tristeza. Me consuela saber que no cargaba la cabeza correcta. Al menos dejó descansar a su nene completo. Ojalá ella también pueda descansar ahora, y ojalá no haya arrastrado la locura a donde sea que se haya ido.


1 comentario: