Ya sé que se me
hizo tarde para venir a verlo. Es que me quedé haciendo las tareas con Carol.
Le tuve que decir que lo terminara de hacer ella, que viera que hacía de cena y
que le echara un ojo a los nenes un rato. Me preguntó si iba a salir. Como si
no supiera. Me dijo que me pusiera suéter. Que hay frío. Le respondí que sí con
la mirada. La suya mostraba ese leve enojo de siempre que vengo a verlo. Antes
de arreglarme, vi mis arrugas en el espejo. No había ni una nueva. Algunas
canas me están saliendo cerca de la frente. La ropa me queda un poco ajustada.
Será por el café y el pan dulce de después de la cena de los últimos días. Me
voy a tener que quitar el gustito.
Revisé que la línea
de mi falda estuviese recta, como le gusta. Que los ojales de mi blusa
estuviesen planchados, y las medias en perfecto estado. Con un cepillo quité
las gotas de polvo que se acumularon durante el día en mis zapatos de salir y
abrí la puerta cuando las luces de los postes empezaban a despertarse. Tarde.
Con lo poco que le gusta estar a oscuras. Son cuatro cuadras y media.
Doscientos ochenta y cuatro pasos. Los cuento todos los días. Si me detienen
las vecinas, hay que añadir unos veinte pasos más. Hoy, para mi suerte, no
había nadie. Caminé muy deprisa antes de llegar a nuestra esquina. Pensé en los
nenes. En la pobre Carol. En qué iba a contarle a usted. No pasó nada en el
día. Los nenes llegaron en el bus y Carol vino después de la Universidad.
Pobrecita. Siempre cansada. Siempre ocupada con el trabajo y la Universidad. Y
las tareas. Y los nenes. Y yo... No debe aguantar la pobre.
Hoy vi a don
Rafa en la mañana cuando fui por café. Me dijo que todavía lo extrañan en la
tiendita. Me preguntó que cuántos años ya. Le dije que dos años con tres meses
y cuatro días. Me dijo que ya era tiempo que dejara de venir a verlo. Que no
era sano que anduviera con la luz todos los días. Que fue una mala suerte la
bala perdida de aquella tarde pero que era tiempo de dejarlo ir. Le repetí que
a usted nunca le gustó estar a oscuras. Que además le gustaban las velas. Que
me gusta hablarle. Que aquí donde se quedó tirado pusimos la crucita. Que este
lugar era importante porque aquí esperábamos a los nenes cuando venían en el
bus del colegio. Que la traigo porque así me siento tranquila y de paso se la
vengo a poner para que usted no esté de noche solito. Me dijo que a veces gente
que no es de aquí pasa de noche por la tienda y le pregunta si es muerto nuevo.
Que él explica que la muerte es vieja pero la herida todavía está abierta. Solo
le pude decir que sí con la cabeza. Me puso una mano en el hombro y me dijo que
si eso me da tranquilidad, que lo siga haciendo. Después de eso salí de la
tienda.
La Carol dice,
cuando habla de usted, que ya no venga. Que le da vergüenza, que parezco loca
viniéndolo a buscar todos los días con la luz. No le haga caso, ella ya lo está
olvidando y quiere que yo también lo haga. Los nenes ya ni se acuerdan y nunca
me dicen nada cuando vengo ni cuando me voy. Así que hoy no pasó nada diferente
pero quería venir a contarle.
Ya me voy porque
hay días como hoy en los que la gente que pasa en los carros disminuye la
velocidad cuando me miran encendiéndole la vela y se me queda viendo como si
quisiera preguntar y aunque me incomoda, los entiendo. A mí también me daría
curiosidad ver una vela prendida a diario en la esquina de un muerto que no es
fresco.
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