Armando ya está viejo. Todos los días saca los perros a las cinco de la mañana. Nadie sabe por qué. Armando no hace nada el resto del día y sin embargo, siempre parece estar ocupado. Son las cinco menos siete. Armando sale de la cama, se pone los zapatos, toma las correas, llama a los perros, asegura las correas a los arneses de los animales, y baja las escaleras con ellos en la mano. Abre la puerta. Un cuerpo que ha estado sentado con la espalda contra la puerta cae pesadamente hacia adentro de la casa. La cabeza rebota contra el piso que Armando ayudó a poner la semana pasada. No hay reacción en el cuerpo ante la caída. El hombre está muerto. Hay un hombre muerto en su casa y Armando se paraliza. Armando le tiene miedo a la muerte. Y le ha caído un muerto dentro. Los perros lo huelen. El ocre hedor del alcohol envuelve su piel. Armando mueve el cuerpo un poco con el pie. Los perros se asustan. Ladran. Siguen olisqueando. Armando tiene mucho miedo, pero decide actuar.
Toma por debajo de las axilas el cuerpo y entra al muerto por completo. Los perros continúan olfateando. Armando los aleja. Están acostumbrados a su rutina y orinan. Cerca del muerto. Su ropa se impregna del tibio líquido que le ha caído cerca. Armando sube a los perros. Los encierra en su habitación. Regresa. Quiere llevárselo, al muerto. Enterrarlo en el patio. Se siente culpable. Alguien se murió en su casa y él no pudo hacer nada. Lo arrastra. Los perros ladran arriba. Se arrepiente de haber construido su estudio sobre el jardín. Todo dentro es concreto. No tiene palas en el primer piso. No tiene nada. Todo lo que tiene es un cadáver frío y recién orinado por perros acostado en el vestíbulo. Armando sube por segunda vez. Son las cinco quince. Cuando regresa son las y diecisiete. Trae unas sábanas viejas y una pala. Nunca en su vida ha abierto un agujero en el que quepa un cuerpo y tampoco sabe cómo romper el concreto. Piensa que debió haber ayudado a remover el piso viejo cuando ayudó a poner el nuevo. Ahora no le sirve lamentarse.
Mientras piensa, no ve a las escaleras. Solo ve al muerto. Sara ha bajado lentamente al oír a los perros. Al ver subir a Armando. Sara ha tenido duda porque Armando nunca está en casa entre las cinco y las cinco treinta de la mañana. Sara ha visto a Armando pasar con unas sábanas y una pala y todo le ha parecido muy extraño. Sara se detiene en las escaleras, con miedo. Hay un bulto en el vestíbulo y Sara no sabe qué es precisamente. Enciende la luz y grita involuntariamente. Armando se asusta. No vaya a creer que fui yo, Sarita, le dice. Sara no sabe qué hacer. Qué pasó, Armando, es la pregunta. Estaba en la puerta cuando iba a sacar a los perros, y lo tuve que entrar, es la respuesta. Armando, lo pueden meter preso. ¿Qué hace metiendo un muerto a la casa? ¿Para qué quiere la pala?¿Qué pensaba hacer? No sé. Solo se me ocurrió. Armando, saque lo que entró. Nos va a meter en problemas. Sáquelo ahorita que no hay gente despierta todavía. Yo le detengo lo que trajo.
Armando va a la puerta, la abre, se para en el dintel y observa la calle vacía. Deja la puerta entreabierta, regresa y ve al muerto. Ahora no quiere tocarlo. El muerto está cada vez más amarillo. Debe ser el clima. Armando toma al cadáver por las axilas nuevamente y lo lleva de vuelta a la entrada. Vuelve a abrir la puerta, se cerciora de que no haya nadie y lo saca por completo. El muerto está tirado ahora en la acera, parece dormir, como tantos otros borrachos en las calles aledañas. Armando cierra la puerta y regresa con Sara, que todavía sostiene la pala y las sábanas. Armando se siente culpable. Sara lo abraza y suben las escaleras juntos. Se sientan en la sala y encienden el televisor como hace Armando siempre que vuelve de sacar a los perros. Se quedan encerrados en casa todo el día. Sara prepara un almuerzo fácil y Armando termina los crucigramas que dejó hace unas semanas, cuando ayudó a poner el piso nuevo. Tiene en el pecho la espina de ser viejo y no haber aprendido nunca a romper concreto.
Después de las dos, alguien se da cuenta de que el aparente borracho es un muerto. Llaman a los bomberos. Los bomberos llegan al lugar y llaman al ministerio público. La gente se aglomera cerca de la casa de Armando. El Ministerio Público coloca cinta amarilla y restringe el acceso a los curiosos. A los investigadores les toma media hora levantar el cadáver y buscar evidencia. Armando y Sara están viendo desde el balcón todo el procedimiento. Al terminar su trabajo, el Ministerio Público levanta la cinta amarilla, meten al cadáver en un carro blanco reglamentario y se dirigen a la morgue. La multitud se dispersa. Sara y Armando regresan a la monotonía. A las cinco menos doce, alguien toca la puerta. Armando abre. ¿Vio lo que pasó aquí frente a su casa? Pregunta el visitante. Armando solo asiente. Debe de haber sido después de que usted sacó a los perros. Si no, de plano que usted hubiera llamado de una vez a los bomberos, con lo cerca que estaba el pobre de su puerta. Armando vuelve a asentir.
Pase, le dice al visitante, cierra la puerta cuando este ha entrado y se ve las manos que unas horas antes pasaron bajo las axilas de un muerto y ve lo reluciente que está su piso nuevo. Muy a su pesar Armando acaba de descubrir que es viejo, que no aprendió nunca a romper concreto y que no es tan amigo como otros creen de llamar a los bomberos.
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