Mis abuelos (mami Tenchy y Papi Iván (que en realidad
es mi abuelastrito)) siempre han tenido casas de huéspedes. Me crie en una de
ellas y mi infancia, aunque aburrida, estuvo llena de personajes interesantes:
Un abogado que olía a cigarro como si se bañara en colillas y que estaba
obsesionado con las procesiones, dos estudiantes universitarios guapísimos, el
guardia de seguridad de una fábrica de dulces que nos llenaba la vida de chicles y del fuertísimo olor de su loción,
muchas mamás solteras y algunos hombres que venían de algún departamento a
trabajar al centro de la ciudad.
Durante algún tiempo también vivió en nuestra casa
Cristina. Tenía como veinte años, enormes extensiones de pelo y uñas gigantes que parecían hechas para contrastar con su piel morena. Cuando la conocieron,
mis hermanos (que son seis y ocho años menores que yo) la veían con una especie
de miedo y yo con la curiosidad de mis casi quince años.
Cristina se llamaba en realidad Cristian y había
venido aquí de Nicaragua (o tal vez era Honduras, nunca supe muy bien el país) para
trabajar en un salón Unisex zonaunero. Salía temprano y llegaba a almorzar a la
casa (mi abuelastrito le cocinaba). Por la tarde, mientras nosotros hacíamos
tarea, ella veía sus programas de señoras desocupadas mientras comía yogurt o se
pintaba las uñas.
Pasaron unas semanas para que nos acostumbráramos a su
presencia pero sé que en algún punto comenzamos a hablarle. También en algún momento
supe que se prostituía por las noches y que tenía una relación mega cercana con
su mamá, a quien decía extrañar mucho.
Una vez la vimos inyectarse algún tipo de aceite en
el pecho. Recuerdo que tenía moretes en toda el área y mientras se frotaba la
piel, como para distribuir el líquido, nos contaba que “eso no hacía mal porque
el cuerpo igual lo absorbía y solo había que volver a inyectarse”. En fin. Nos
adaptamos a su presencia llena de cosas que no habíamos visto hacer a nadie (como ponerse pestañas gigantes con una especie de Super Bonder) y
ella se acostumbró a nosotros, tres niños silenciosos que no hacían más que ver
tele, jugar Nintendo o estar sentados todo el día.
Un día, Cristina llevó a Bárbara y a su voz ronca a
la casa. Un amiguito de mi hermano, que estaba de visita, preguntó si era
Norteamericana. Le respondimos que no, que era hueco. Nos reímos mucho. Bárbara
si tenía implantes de pecho, era rubia, enorme y hermosa aunque no había podido
erradicar de su femineidad el áspero timbre de voz que la delataba. A mí me
parecía fantástica y la admiraba un poco aunque no me hablara mucho.
A veces veíamos a Bárbara y a Cristina salir de casa
con minúsculos y despampanantes shorts y mi abuelo decía que muchas mujeres
querrían tener el cuerpo de ellas. Ahora que lo pienso, desde que conocí a
Barbara siempre quise tener el pecho justo como ella lo tenía, pero por cuestiones
económicas aún no he cumplido ese sueño.
No recuerdo más anécdotas específicas con Cristina y
Bárbara, pero de repente ya no las vi en ninguna parte y en su cuarto dejaron puesto el candado. Un día llegó la
mamá de Cristina y se quedó a vivir un par de semanas con nosotros. Mi abue estaba
esquivo por ese tiempo. Cuando le pregunté por Cristina, me dijo que lo habían
lastimado, que andaba por la zona uno una especie de escuadrón de la muerte que
ya había descontado algunos prostitutos y herido a muchos más y que la mamá de
Cristian (fue la primera vez que escuché que lo nombrara de esa forma) estaba
en la casa esperando a que su hijo saliera del hospital para llevárselo de regreso a su
país . A Bárbara la habían matado.
Ahora vivo en otra de las casas de mi abuelo,
siempre en la zona uno. Justo afuera, contra mi ventana, escucho a los
prostitutos que eligieron mi cuadra como su área de operaciones. He oído que, más
que prostitutos son dealers, pero sean lo que sean, es común que la gente les
grite y los insulte cuando pasan en sus carros. Algunas veces me he despertado
por el ruido que hacen cuando les pegan y también cuando ellos rompen vidrios
de carros de gente que no les quiere pagar. La policía pasa con frecuencia pero
nunca he visto que hagan nada por nadie.
Hoy vi el Hashtag #BastaDeTransfobia y pienso que
sí. Que estoy a pija de idiotas
intolerantes como el que se llevó a Bárbara. A ella y a sus diechocho/diecinueve
años. Harta de la gente radical que les grita a los dealers de afuera de mi
casa que se mueran por huecos. Estoy harta de la gente común que decide odiar a la gente
porque no se acomodan en sus patrones de vida.
En “Todo sobre mi madre”, película de Pedro Almodóvar,
Agrado (un trasvesti simpatiquísimo) dice
que “Una es más auténtica cuanto más se parece a lo que soñó de sí misma”.
¿Qué requetemierda daño hace (me pregunto) que alguien no quiera quedarse con
lo que la genética le dio?
Cristina vino aquí (nos dijo alguna vez) porque la
gente era menos mierda que en su país con personas como ella. Para agradecerle
la confianza, la regresamos con heridas de bala a la inseguridad de la que
estaba huyendo porque se atrevió a no usar su cuerpo como venía de fábrica.
Super! Me gusto...♡
ResponderEliminarBuena historia, saludos
ResponderEliminarMirna Eggenberger
Qué triste lo de Cristina y Bárbara. No debería existir ese odio ni ningún otro.
ResponderEliminarGRACIAS POR PLASMAR...
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