No recuerdo cuando fue la primera vez que traté de advertir a mamá y papá sobre las aves azules que nos estaban matando mientras emigraban de los pueblos fríos del Sur hacia la Ciudad Desierta, pero ahora ya no creo que importe.
Antes, cuando septiembre perdía sus últimos días en las hojas viejas que se arrastraban hacia octubre, veíamos a los pájaros pasar sobre nuestras cabezas mientras huían del frío. Entre los pueblos del Sur y su destino estaba nuestra ciudad. Por eso era normal que sintiéramos sus sombras goteando sobre la espalda y escuchásemos el cielo llenarse de su canto triste de fines de otoño. La fiebre y la tos nos acechaban durante ese tiempo y el médico del pueblo siempre decía que el cambio de clima nos estaba haciendo daño.
Uno de esos días, cuando pasaba por el parque al salir del colegio, me encontré con tres aves azules en una de sus bancas. Sentada a su lado, una señora (que veía de vez en cuando por ser amiga de la abuela) se protegía del sol con una sombrilla. Con la mano libre sostenía algunos mendrugos de pan con los que pretendía alimentar a las palomas. Los pájaros la veían con atención mientras ella trataba de desmenuzar el alimento con la única mano disponible, y estaban tan cerca que casi rozaban su falda cuando ella dejaba caer las migajas, aunque casi no las tocaron. Me quedé parado frente a ellas un rato, asombrado de sus picos pequeños y del azul profundo de sus plumas. Recuerdo que al regresar a casa, sentía los ojos brillantes de la emoción y un poco de picazón en la garganta.
Dos o tres días después, la señora de la sombrilla ya no pudo salir de casa y menos alimentar a las palomas. Cuando hicieron sus servicios funerarios en la iglesia, la abuela nos llevó a mi hermana y a mí para que la acompañáramos. Cuando me asomé al féretro, noté que la señora tenía las puntas del pelo y los bordes de las uñas de un tono azulado que no le había visto antes.
El año siguiente, un grupo de pájaros se quedó a visitar nuestra parroquia. Le conté a mamá. Dijo que ella también los había visto, que se veían lindos sobre el alfeízar en que se habían guarecido y que le daban algo de luz al pueblo. Justo por esos días, el párroco y dos feligreses ya no pudieron abrir los ojos por la mañana y partieron al cementerio con gotas azules en las uñas, como la señora del parque. Mamá dijo que era inevitable porque el pueblo estaba lleno de gente que ya no podía hacer nada más que acumular polvo bajo sus pies. También dijo que vivíamos en un pueblo de viejos y que debíamos pensar en mudarnos. Papá estuvo de acuerdo con lo de los viejos, aunque se negó rotundamente con el tema de la mudanza. Dijo que su familia estaba aquí y que no podía dejarlos. Que su mamá y papá eran mayores y que lo necesitaban allí. Que iban a esperar a que ellos faltasen para que pudiésemos irnos.
Al principio me dio mucha tristeza pensar en dejar a los abuelos, pero no quería morirme azul, así que para evitarlo dejé de pasar por la parroquia mientras los pájaros estuvieron sobre el tendido eléctrico y le pedí lo mismo a mi hermanita. Fue un alivio ver que un par de semanas después, los pájaros continuaron con su ruta.
Desde ese año, cada vez son más las aves azules que se quedan unos días en el pueblo. Y con cada otoño que pasa, menos gente queda en las casas. El año pasado, mi hermana quiso pasar un rato con ellas. Se quedó en el parque un viernes después de clases, y como el lugar estaba casi vacío, fue natural que los pájaros se acercaran. Los correteó toda la tarde y también les lanzó piedras pequeñas para que volaran. La fiebre acabó con ella unas semanas después. Mientras estuvo enferma yo traté de insistir con el asunto de las aves, pero mamá no quería escucharme, y la mirada triste de papá solo me suplicaba silencio. El médico dijo que los pulmones de mi hermana eran muy débiles, y que era un milagro que hubieran resistido el viento de los inviernos pasados. Nadie
preguntó por qué sus párpados estaban del mismo tono azul de las uñas de los demás que enterramos por esos días pero yo no tenía ánimos para preguntar nada.
Hablé con la abuela cuando me sentí menos triste y ella dijo que también sentía que las aves querían acabar con nosotros para quedarse con el pueblo, como había pasado antes con la Ciudad Desierta. Me pidió evitarlos y dijo que ella haría lo mismo mientras cuidaba del abuelo. Fue una lástima que no pudiera cumplirlo, porque murió este verano mientras dormía, así que mamá tuvo muchas razones para creer menos en mi teoría y sobre todo, para afirmar que era el tiempo y el paso del otoño lo que estaba acabando con nuestros vecinos.
Cuando la abuela murió, el abuelo se quedó solo y papá decidió que nos mudáramos a su casa. Papá y mamá no le hablaban mucho porque no les gustaban los ancianos. Desde la muerte de mi hermana, a mí tampoco me prestaban mucha atención, así que decidí que nos haríamos compañía. En los siguientes meses, al volver del colegio lo encontraba sentado en la cama viendo el cielo a través de la ventana, así que me quedaba un rato en la puerta de su habitación, y hablábamos de mis amigos, de las noticias que de vez en cuando llegaban al pueblo, de la abuela y sobre todo, del miedo que ambos sentíamos porque se acercaba la época en que los pájaros azules tenían que emigrar a la Ciudad Desierta.
Un día de finales de septiembre salí temprano del colegio. Llegué a casa y subí a la habitación del abuelo de puntillas, creyendo que dormía. Él no estaba, pero en su lugar encontré a mamá de pie sobre la cama, tratando de llegar a la ventana para colocar algunos trozos de pan. Salí de casa sin que nadie lo notara, tomando unas monedas que estaban cerca de la mesa de la sala y decidí ir a la panadería antes de volver a la hora del almuerzo. Compré un par de panecillos, que escondí bajo mi camisa y regresé a casa.
Al entrar, me dirigí nuevamente a la habitación del abuelo. Esta vez sí estaba. Entusiasmado, me contó que mamá lo había convencido de salir un rato al jardín, antes de que el invierno y las aves llegaran. No hablamos mucho porque llegó mamá y nos pidió que estuviésemos listos para comer, porque papá también había llegado temprano.
Mientras comíamos y hablábamos del día, pedí permiso para ir al baño, diciendo que me sentía mal. Mamá dijo que no me tardara. De camino al sanitario, me desvié a la habitación de papá y mamá y dejé algunos pedazos de pan en la ventana que estaba sobre su cama. Pasé al lavabo a humedecer mis manos y regresé a la mesa.
Al terminar de comer, intenté ir a quitar el pan de la ventana del abuelo, pero mamá estuvo con nosotros el resto del día y no pude escabullirme. Por la tarde, el cielo se llenó del canto de otoño de los pájaros y supe que el abuelo estaba perdido. Antes de ir a dormir, pasé a decirle buenas noches. El canto ahogado que entraba por su ventana me hizo abrazarlo, para luego salir con el corazón encogido por la pena y el miedo. Lo enterramos hoy, con muchos otros ancianos que tampoco soportaron el frío.
Al volver del cementerio, cuando papá tomó mi mano, noté que tiene algunos puntos azules. Empecé a llorar. Extrañados, papá y mamá me pidieron que me calmara, y me explicaron que el abuelo ya estaba viejo y que esas cosas pasan. Mientras intentaban hacer que dejara de llorar tomé las manos de mamá, que están blancas y tersas como siempre.
De regreso a casa, mamá y papá hablaron sobre mudarnos pronto. Mamá dijo que desde hoy dormiré en la habitación del abuelo, porque la mía no se ventila lo suficiente. Mientras oigo a papá toser y trato de pasar mis cosas, me pregunto si podremos mudarnos antes de que mis azules amigos vuelvan a chocar sus alas contra mi ventana.
Antes, cuando septiembre perdía sus últimos días en las hojas viejas que se arrastraban hacia octubre, veíamos a los pájaros pasar sobre nuestras cabezas mientras huían del frío. Entre los pueblos del Sur y su destino estaba nuestra ciudad. Por eso era normal que sintiéramos sus sombras goteando sobre la espalda y escuchásemos el cielo llenarse de su canto triste de fines de otoño. La fiebre y la tos nos acechaban durante ese tiempo y el médico del pueblo siempre decía que el cambio de clima nos estaba haciendo daño.
Uno de esos días, cuando pasaba por el parque al salir del colegio, me encontré con tres aves azules en una de sus bancas. Sentada a su lado, una señora (que veía de vez en cuando por ser amiga de la abuela) se protegía del sol con una sombrilla. Con la mano libre sostenía algunos mendrugos de pan con los que pretendía alimentar a las palomas. Los pájaros la veían con atención mientras ella trataba de desmenuzar el alimento con la única mano disponible, y estaban tan cerca que casi rozaban su falda cuando ella dejaba caer las migajas, aunque casi no las tocaron. Me quedé parado frente a ellas un rato, asombrado de sus picos pequeños y del azul profundo de sus plumas. Recuerdo que al regresar a casa, sentía los ojos brillantes de la emoción y un poco de picazón en la garganta.
Dos o tres días después, la señora de la sombrilla ya no pudo salir de casa y menos alimentar a las palomas. Cuando hicieron sus servicios funerarios en la iglesia, la abuela nos llevó a mi hermana y a mí para que la acompañáramos. Cuando me asomé al féretro, noté que la señora tenía las puntas del pelo y los bordes de las uñas de un tono azulado que no le había visto antes.
El año siguiente, un grupo de pájaros se quedó a visitar nuestra parroquia. Le conté a mamá. Dijo que ella también los había visto, que se veían lindos sobre el alfeízar en que se habían guarecido y que le daban algo de luz al pueblo. Justo por esos días, el párroco y dos feligreses ya no pudieron abrir los ojos por la mañana y partieron al cementerio con gotas azules en las uñas, como la señora del parque. Mamá dijo que era inevitable porque el pueblo estaba lleno de gente que ya no podía hacer nada más que acumular polvo bajo sus pies. También dijo que vivíamos en un pueblo de viejos y que debíamos pensar en mudarnos. Papá estuvo de acuerdo con lo de los viejos, aunque se negó rotundamente con el tema de la mudanza. Dijo que su familia estaba aquí y que no podía dejarlos. Que su mamá y papá eran mayores y que lo necesitaban allí. Que iban a esperar a que ellos faltasen para que pudiésemos irnos.
Al principio me dio mucha tristeza pensar en dejar a los abuelos, pero no quería morirme azul, así que para evitarlo dejé de pasar por la parroquia mientras los pájaros estuvieron sobre el tendido eléctrico y le pedí lo mismo a mi hermanita. Fue un alivio ver que un par de semanas después, los pájaros continuaron con su ruta.
Desde ese año, cada vez son más las aves azules que se quedan unos días en el pueblo. Y con cada otoño que pasa, menos gente queda en las casas. El año pasado, mi hermana quiso pasar un rato con ellas. Se quedó en el parque un viernes después de clases, y como el lugar estaba casi vacío, fue natural que los pájaros se acercaran. Los correteó toda la tarde y también les lanzó piedras pequeñas para que volaran. La fiebre acabó con ella unas semanas después. Mientras estuvo enferma yo traté de insistir con el asunto de las aves, pero mamá no quería escucharme, y la mirada triste de papá solo me suplicaba silencio. El médico dijo que los pulmones de mi hermana eran muy débiles, y que era un milagro que hubieran resistido el viento de los inviernos pasados. Nadie
preguntó por qué sus párpados estaban del mismo tono azul de las uñas de los demás que enterramos por esos días pero yo no tenía ánimos para preguntar nada.
Hablé con la abuela cuando me sentí menos triste y ella dijo que también sentía que las aves querían acabar con nosotros para quedarse con el pueblo, como había pasado antes con la Ciudad Desierta. Me pidió evitarlos y dijo que ella haría lo mismo mientras cuidaba del abuelo. Fue una lástima que no pudiera cumplirlo, porque murió este verano mientras dormía, así que mamá tuvo muchas razones para creer menos en mi teoría y sobre todo, para afirmar que era el tiempo y el paso del otoño lo que estaba acabando con nuestros vecinos.
Cuando la abuela murió, el abuelo se quedó solo y papá decidió que nos mudáramos a su casa. Papá y mamá no le hablaban mucho porque no les gustaban los ancianos. Desde la muerte de mi hermana, a mí tampoco me prestaban mucha atención, así que decidí que nos haríamos compañía. En los siguientes meses, al volver del colegio lo encontraba sentado en la cama viendo el cielo a través de la ventana, así que me quedaba un rato en la puerta de su habitación, y hablábamos de mis amigos, de las noticias que de vez en cuando llegaban al pueblo, de la abuela y sobre todo, del miedo que ambos sentíamos porque se acercaba la época en que los pájaros azules tenían que emigrar a la Ciudad Desierta.
Un día de finales de septiembre salí temprano del colegio. Llegué a casa y subí a la habitación del abuelo de puntillas, creyendo que dormía. Él no estaba, pero en su lugar encontré a mamá de pie sobre la cama, tratando de llegar a la ventana para colocar algunos trozos de pan. Salí de casa sin que nadie lo notara, tomando unas monedas que estaban cerca de la mesa de la sala y decidí ir a la panadería antes de volver a la hora del almuerzo. Compré un par de panecillos, que escondí bajo mi camisa y regresé a casa.
Al entrar, me dirigí nuevamente a la habitación del abuelo. Esta vez sí estaba. Entusiasmado, me contó que mamá lo había convencido de salir un rato al jardín, antes de que el invierno y las aves llegaran. No hablamos mucho porque llegó mamá y nos pidió que estuviésemos listos para comer, porque papá también había llegado temprano.
Mientras comíamos y hablábamos del día, pedí permiso para ir al baño, diciendo que me sentía mal. Mamá dijo que no me tardara. De camino al sanitario, me desvié a la habitación de papá y mamá y dejé algunos pedazos de pan en la ventana que estaba sobre su cama. Pasé al lavabo a humedecer mis manos y regresé a la mesa.
Al terminar de comer, intenté ir a quitar el pan de la ventana del abuelo, pero mamá estuvo con nosotros el resto del día y no pude escabullirme. Por la tarde, el cielo se llenó del canto de otoño de los pájaros y supe que el abuelo estaba perdido. Antes de ir a dormir, pasé a decirle buenas noches. El canto ahogado que entraba por su ventana me hizo abrazarlo, para luego salir con el corazón encogido por la pena y el miedo. Lo enterramos hoy, con muchos otros ancianos que tampoco soportaron el frío.
Al volver del cementerio, cuando papá tomó mi mano, noté que tiene algunos puntos azules. Empecé a llorar. Extrañados, papá y mamá me pidieron que me calmara, y me explicaron que el abuelo ya estaba viejo y que esas cosas pasan. Mientras intentaban hacer que dejara de llorar tomé las manos de mamá, que están blancas y tersas como siempre.
De regreso a casa, mamá y papá hablaron sobre mudarnos pronto. Mamá dijo que desde hoy dormiré en la habitación del abuelo, porque la mía no se ventila lo suficiente. Mientras oigo a papá toser y trato de pasar mis cosas, me pregunto si podremos mudarnos antes de que mis azules amigos vuelvan a chocar sus alas contra mi ventana.
Muy lindo te felicito. Diste rienda suelta a tu imaginación.
ResponderEliminarMe gusto mucho ese toque de misterio
ResponderEliminarNo ignorada prima esperó esten bien y me gusto y otros que también les eche un ojo no estaban mal hehehe besos prima
ResponderEliminarFelicidades Chape, me gusto mucho, sigue adelante, saludos
ResponderEliminarMirna Eggenberger
Muy bueno!!!
ResponderEliminarNecesito su autografo
ResponderEliminarMe gustó, sigue adelante, espero leerte un poco mas.
ResponderEliminarMe recuerda tu cuento a alguien. Gracias por compartirlo.
ResponderEliminarAuch! Es una punzada en el corazón. Pero está muy bueno.
ResponderEliminarWow!
ResponderEliminarMucho suspenso...me gusta esa idea de aves y lo del color azul que tomaban las personas...excelente
ResponderEliminarBonito cuento, da muchas lecciones de vida
ResponderEliminarFascinante el cuento, felicitaciones
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