Desde
que me vi marcándole a un desconocido para comprarle pastillas, sabía que todo
saldría mal. Lo sentía en el labio
inferior, que me temblaba mientras hacía el pedido. A lo hecho, pecho, pensé,
mientras preguntaba por el precio y cómo podía obtener el producto.
Hice
la cita. Plaza Central. Sábado. Tres treinta de la tarde. Desde las tres
merodeaba por las tiendas, con ansiedad, sueño y la permanente sensación de que
iba a desmayarme pronto. Faltaban seis para las cuatro cuando llegó. Me marcó
desde su móvil. Cuando lo vi hablando por teléfono, yo estaba frente a una
tienda de zapatos. Me crucé la calle y me encontré con un muchacho, casi
adolescente, con una mochila al hombro, que me saludó estrechándome la mano.
Nunca me había sentido tan mayor en todos mis veinticinco años. Le pagué y me
entregó una hoja impresa y algunas pastillas dentro de una bolsita. Me deseó
suerte, se puso los audífonos, y lo vi alejarse. Mis manos temblaban tanto que
sentía la bolsita deslizarse entre mis dedos. Pasé por algo para comer en el
camino, y regresé a casa, pensando en mis planes del día siguiente.
Ya
había hecho mi búsqueda previa en Internet, por lo que sabía que lo que estaba
comprando era efectivo. Un conjunto de comprimidos que iban a hacer dilatar mi
útero durante la noche y una menstruación un poco más dolorosa era el precio
que debía pagar por la irresponsabilidad de haber permitido que un idiota me
dejara correr su veneno hacia adentro de las piernas. Al menos, según mis
cálculos, sólo llevaba un par de semanas incubándose.
Al entrar a mi habitación, dejé las pastillas
sobre la mesa de noche, y encendí la televisión. No pude ver nada. La cabeza me
daba vueltas de nuevo. Tal vez por la emoción, tal vez por el miedo. Tal vez
porque me sentía un poco culpable. La apagué. Tomé mi teléfono y le escribí a
Ximena, para contarle que ya tenía el material. Me respondió angustiada, y
tuvimos una plática en la que, por décima vez en el día, me instaba a pensar en
lo que estaba haciendo y a reconsiderar mis opciones. La pobre de la Xime
siempre trataba de llevarme por la senda del bien. No sabía muy cuán perdida
estaba yo para ese entonces. Dijo que le escribiera o llamara si algo pasaba, y
le prometí que lo haría. Después de todo, ella era la única persona que estaba
siempre pendiente de mí, cosa que agradecía enormemente. Decidí dormir un poco,
pues había leído que algunas veces los dolores no dejaban descansar. Ya tenía
cosas que hacer el domingo, con lo que no pensaba quedarme tirada en cama.
Recosté la cabeza sobre la almohada, y tuve sueños terribles, inducidos, igual
que todo el malestar que había arrastrado durante el día, por la ansiedad de lo
que haría más tarde.
Cansada
del letargo en el que me hallaba, decidí
ir por algo de tomar a la tienda. Para ese entonces, ya eran las siete. Me
había decidido a empezar con el proceso a las nueve, para convalecer doce
horas, y estar lista al mediodía. Vi un
par de cortos animados, revisé mis redes sociales compulsivamente, y leí una
obra de teatro que no había terminado porque era muy tediosa. Volví a ver mi
reloj y eran las siete cuarenta y ocho. Decidí empezar. Fui por un poco de
agua, tomé la bolsita de las pastillas, y me senté en uno de los sillones que
estaban en mi habitación. Con cuidado
introduje los comprimidos, mientras me ayudaba con unas gotas de agua, como
decía el instructivo. Fue muy fácil. Acomodé una compresa en mi ropa interior,
y me puse la ropa de dormir. No podía tomar somníferos, así que busqué alguna
película interesante para ver, además de cereal y leche, y me tiré en la
cama, dispuesta a tener una noche de películas.
No
pasó más de una hora antes de que me durmiera. Soñé que un pequeño animal de
carroña me encontraba moribunda, en posición fetal y me comía, empezando por la
espalda hasta salir por mi ombligo, explotándome el estómago, y corriendo lejos
con mis entrañas entre los dientes. Sentía un dolor agudo en el vientre y veía
mi torso deshilarse hasta llegar al corazón, que fungía como carrete del sanguinolento
hilo, mientras el pequeño animal se
alejaba.
Desperté
de pronto, y vi a mi alrededor. La televisión seguía encendida, mi habitación
parecía gotear una espesa luz amarilla, por la potencia de los 100 watts de mi
bombilla, y tenía el corazón retumbando dentro de mis oídos. Había algo dentro
de mi cuerpo retorciéndose, y el dolor que había sentido en mis sueños no se
había ido al despertar. Sentí ganas de vomitar y prácticamente salté de la cama
al baño, no sin antes tomar mi teléfono.
Ya en
el baño no pude vomitar a pesar de mis múltiples esfuerzos. Empecé a sentirme
verdaderamente enferma. Además, sentía presión sobre la vejiga, y un fuerte
dolor abdominal, por lo que decidí sentarme en el retrete a ver qué pasaba. Un
líquido caliente y espeso empezó a gotear el excusado en cuanto lo hice. Creí
que era lo normal, dadas las circunstancias, hasta que sentí que un objeto
mayor resbalaba de mi pelvis hacia el exterior.
Pensé que con un poco de esfuerzo, lo que sea que estuviera obstruyendo
el flujo saldría y me permitiría limpiarme y volver a la cama a dormir.
Tomé
el teléfono, que había dejado cerca del lavabo, y revisé la hora. Era la una
treinta y ocho de la mañana. Todo afuera estaba en silencio. Incluso dentro del
baño, la gotera permanente de la ducha caía con estruendo contra las baldosas.
Podía sentir mis órganos moviéndose, tratando de acomodarse a la presión que yo
estaba ejerciendo para aliviarme del tapón temporal que me estaba lastimando.
Un gemido involuntario salió de mi boca, y sentí un objeto más bien largo salir
de mis cavidades. No terminó de caer y quedó suspendido y balanceándose sin
caer al maldito inodoro. Sentí unas pequeñísimas piernas golpeando mis muslos.
No quise ver nada y seguí pujando para sacarlo de mi cuerpo.
¡Malditas
pastillas, las había usado demasiado tarde! Lo que mi cuerpo estaba expeliendo
no era la pequeña bolsa que decía el instructivo. Lo que estaba sintiendo no
podía tener el par de semanas que yo pensaba. Hice mis cuentas y antes de este
susto, había tenido uno un par de meses atrás, que, según yo, no había tenido
mayores consecuencias. Lo que estaba saliendo de mí debía haber sido producto
de aquella vez, y no de las dos o tres semanas que en mi cabeza seguía
contando.
Le
escribí a la Xime, que me contestó en un par de minutos. La pobre se había
estado levantando para revisar su teléfono a lo largo de la noche por si yo
escribía. El hablar con ella me devolvió un poco la esperanza. Le conté lo que pasaba, y, mientras trataba
de seguir pujando, y le contaba que no salía, me escribió: -Si ya está afuera,
vas a tener que jalarlo para que salga lo que falta-. Sentí repugnancia de solo
pensar que tendría que tocar lo que estaba saliendo de mí. Intenté unos minutos
más sin ningún avance y me decidí. Entonces me di cuenta de que ya casi todo
había salido de mi cuerpo, excepto por la cabeza. La Xime tenía razón. Tenía
que jalar.. Empecé a llorar compulsivamente con el ánimo destrozado mientras lo
hacía. Al intentar jalarlo con las manos, desprendí una parte de su cuerpo, con
lo que algún líquido empezó a correr hacia abajo. Tuve que bajar la cabeza,
para ver qué estaba sucediendo. Las lágrimas no me dejaban ver, pero cuando
pude enfocar, noté que era su cuello lo que se había roto. El resto de su
cuerpo estaba dentro de mis manos, y era diminuto. Yo lo había deshecho. Con el
dedo índice tuve que romper la membrana que mantenía el cuello pegado al resto,
y lo tiré inmediatamente al retrete. Dejé que el agua corriera por el lavabo
mientras empujaba con todas mis fuerzas lo que había quedado dentro. Finalmente
salió, y sentí el agua salpicar hacia mis piernas cuando cayó. Volví a tirar de
la cadenilla para dejar que se fuera por las alcantarillas. Esperaba también que
se llevara mi remordimiento, y la sensación que estaba teniendo de ser mierda.
Me incorporé un poco y vi el desastre sobre el retrete. Limpié lo mejor que
pude con la ayuda del papel higiénico, del cepillo y el jabón líquido que
siempre estaban abajo del lavabo.
Seguí llorando, mientras me desnudaba para
bañarme. Tenía las manos impregnadas del viscoso y sanguinolento líquido que
había estado manipulando, y todo mi cuerpo temblaba mientras graduaba la
temperatura del agua de la regadera. No me di cuenta de que mi teléfono vibraba
mientras estuve allí dentro. Cuando salí, una lucecita blanca parpadeando en el
teléfono me advertía de las llamadas perdidas de Ximena. Escribí que no había
por qué preocuparse y que le llamaría a la mañana siguiente para contarle lo
que quisiera. Me respondió aliviada que quería confirmar que estuviera bien.
Me
sequé lo mejor que pude, me puse la toalla alrededor del torso, recogí la ropa
y regresé a mi habitación con la culpa y la lástima goteándome por la espalda,
y las lágrimas saturadas de vergüenza.
Mientras
caminaba hacia la cama, sentí nuevamente un dolor agudo y profundo, pero no
sabía dónde. Sabía que el pequeño cuerpo corría, lleno de inmundicia, hacia
algún río de aguas negras, y sentía mi cuerpo deshilándose dolorosamente
mientras él se alejaba. No había estado soñando antes, y no lo estaba haciendo
ahora.
hasta le pude ver la cara de angustia y las lagrimas a la patoja bruta esa. UN CUENTO FENOMENAL.
ResponderEliminarImposible no sentir lo que ella experimentó
ResponderEliminarExcelente!!
Siga escribiendo mi estimada. No dejaré de leerle. Éxitos
ResponderEliminarQue buen relato, me encanta leerla, no deje de escribir porfa
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