-¡Saber
por qué, pero cómo hiede, usté!- Le decía Yuri, la peluquera, a Marta, la
doñita del atol. -Ay, doña Yuri, lo que pasa es que es loquita la pobre, ya vio
que anda siempre con ese su muñeco de arriba para abajo-. -Ay, yo sé pues, pero
aunque sea la deberían de bañar. Con que no se venga a recostar aquí es todo,
porque después deja un tufo a rata muerta que ni ella se ha de aguantar.- -Es
que usté si es mala, nia Yuri. ¡Ay, no!
pobre la Marcela. ¡Cómo cambió desde que la dejó el marido! Y con lo del nene,
pior. Yo digo que por eso la deja la Leonor andar allí con el muñeco. ¿Sabe que
miro yo mero raro? Que esa su cosa parece como que de trapo fuera del cuerpo,
pero la carita como que la hubieran hecho con cera de esa celeste clarito. La
gente tiene cada trabe... Ay la miro al rato que ya vinieron por unos
chuchitos, ¿oye?- gritó desde la puerta Marta, mientras se limpiaba las manos
con el delantal para ir a despachar la comida en su puestito.
Todos
sabían que doña Yuri no tenía pelos en la lengua, y que andaba sacando a cuanto
marero, limosnero, bolo o loco se paseaba por su puerta a escobazos y con las
malas palabras por delante, pero la verdad es que la Marcela nos daba lástima a
todos y por eso a ella no le hacía eso. Un par de veces, doña Yuri hasta le
había financiado un par de tostadas y unos jugos donde doña Marta, porque la
Marcela se miraba que no se acordaba ni de comer. Yo estaba allí oyendo todo
porque me pintaba bien el pelo, cobraba barato y tenía buena plática. La
verdad, por eso me gustaba ir con ella, aunque fuera tan mal hablada.
La
Marcela tenía como 16 años cuando la casaron con el Carpio, un patojo mañoso de
la colonia que tenía como 19 para cuando eso pasó. Ya traía panza, decían los
vecinos por todos lados, y ni modo, se tuvo que casar. Pero yo miraba que a su
modo se querían. Vivieron un par de años en un cuartito que les alquilaba el
abuelo de ella como a dos cuadras de mi casa. Cuando se murió el viejito, los
sacaron sus tíos, porque se estaban peleando por la "herencia" de los
64 metros cuadrados que don Lacho había dejado intestados. El Carpio hizo lo
que pudo y como cabal en ese tiempo se había quedado sin trabajo, se puso a
trabajar de brocha cada vez que le dejaban ruletear las 40R. Empezaron a vivir
en una como galera que había sido de la mamá de la Marcela, parece. Con mi mamá
lo mirábamos gritar por pasaje y silbar como endemoniado cuando íbamos al
mercado. Después supimos que había conseguido otra patoja en el extremo de
buses, y ya no lo vimos por su cuadra.
La
Marcela ni había terminado de estudiar y por eso no trabajaba. Mi mamá decía
que era una güevona que no podía ni tender bien la ropa. Cuando el Carpio dejó
de llegar y se le acabó el dinero, empezó a limosnear. Salía hecha un asco de
ropa y de pelo, a buscar comida para el patojito, que por ese entonces ya tenía
como tres años y parecía de uno de lo desnutrido que estaba. Además apenas si
sabía caminar porque a ella le gustaba cargarlo siempre. La mirábamos ir a la
tienda a pedir fiado, y don Flavio, como era buena onda, le daba siempre aunque
sea unos panes y una bolsita de café, aunque sabía que no le iba a pagar porque
no tenía con qué. En cuanto recibía la bolsita, salía disparada de regreso para
la casa. Cuando la tienda estaba cerrada o don Flavio de veras no tenía, se iba
al mercado a pedir fruta aguada, retazos de carne vieja de esa que nunca sirve
y que en la tarde le tiran a los chuchos de la calle junto con el hueso de
desperdicio, y cosas por el estilo, y de plano con eso le daba de comer al
nene.
Lo
malo es que de tan poco y tan mal que comía, el patojito se enfermó. Un día
llegó a la casa una su vecina a pedirnos unas sillas para usar en el velorio,
porque se le había muerto de hambre a la pobre. Con mi mamá hicimos café y unos
panes con ensalada de pollo y los llevamos a su casita. Había poca gente. La
cajita blanca donde lo habían metido estaba iluminada por unas velas gordas, de
esas que venden en vaso de vidrio con imágenes de santos (el buena gente de don
Flavio se las había regalado y había montado la coperacha para lo del entierro
y la cajita), y la habían subido en una mesa de madera café a la que le habían
quitado el mantel y el plástico.
Solo
estuvimos un rato ese día, pero al siguiente nos levantamos temprano para
adornar el pickup en el que se iban a llevar la cajita. De paso agarramos lugar
allí, a la par del muertío porque si no, hubiéramos tenido que tomar bus para
el cementerio general. Una tía con la que la Marcela medio se llevaba le dijo
que si quería, que se viniera para un cuartito que ella tenía desocupado, y
como la pobre estaba aturdida solo subía y bajaba la cabeza a todo lo que uno
le decía. El funeral fue rápido, y como había mucho calor, todos nos fuimos
rápido también. Yo creo que era porque nadie le hablaba a ella, pero de todos
modos, no podíamos dejar de ir al entierro del muchachito.
Nos
regresamos en el mismo pickup y la tía de la Marcela se la llevó a su casa casi
arrastrada cuando llegamos a la colonia. Parecía que la patoja estaba envuelta
en una como bolsa de lágrimas y quejidos. Esa fue la última vez que la vi medio
arreglada. A ella le había dejado de importar la vida, y a nosotros, ella. Don
Oswaldo nos contó una vez que su tía ya no pasó a verla después de que pasaron
como dos semanas de lo del nene.
Un día
que fui a la panadería, doña Noyita estaba contándoles a otras viejas de la
cuadra que la patoja se había escapado desde hacía unos días, y que tenía bien
preocupada a la tía, que hasta entonces supe que se llamaba Doña Leonor. No me
quedé a oír más porque ya iba a llover y yo llevaba el canasto del pan sin
servilleta. Todas decían que ojalá y Dios la regresara con bien, y todas
estaban de acuerdo también en que era una carga para la Leonor, más que una
ayuda. Le conté a mi mamá cuando llegué a la casa y me dijo:-Ah, ya se jodieron
porque la patoja ya agarró calle, como los loquitos. No te preocupés, que en
unos días ya vas a ver como regresa-.
Y tenía razón, porque como a la semana regresó
hecha una lástima, llena de moretones y raspones en las piernas. Las manos estaban
destrozadas. Las uñas hasta astilladas las tenía. El sol le había quemado la
nariz como si la hubiera metido en fuego, y traía los ojos muertos de tanto
llorar. El vestido amarillo que cargaba estaba hecho un caldo, todo lleno de
sangre seca y de tierra. Parecía como si se hubiera caído y hubiera rodado
durante todo ese tiempo por cómo cargaba la ropa. Todos nos alegramos porque
sabíamos que era una buena patoja. A mí me había dado algo así como tristeza
porque había oído que la gente de la cuadra ya se la imaginaba muerta en algún
barranco.
Don
Oswaldo, su vecino que saber por qué siempre sabe todo, nos contó que traía una bolsa de plástico y
que la fue a dejar a su cuartito antes de dejar que su tía la bañara. Le dieron
de comer y se encerró en su cuarto como dos días. Para cuando salió ya se había
vuelto loca. Empezó a andar por las calles con suéteres enormes, y la bolsa de
plástico pegada a su pecho. Después nos dimos cuenta de que era un muñeco. Un
muñeco deforme sacado de saber ni qué basurero, con un cuerpecito bien
chiquitío y una cabeza extraña. Pero al menos ya no emanaba tristeza y todos
pensábamos que el peso de la bolsa en el brazo la hacía sentir mejor.
A
veces, la Marcela le cantaba a su muñeco (que ya hasta se miraba grasoso de
tanto que lo mantenía en las manos) y cuando le cantaba, le volvía la alegría a
los ojos y le vibraba en la voz. Yo la vi una vez y por eso les digo. Se empezó a juntar con un pegamentero que le
tocaba el pelo y la dejaba ponerle la cabeza en el regazo. Y hablaban todo el
día aunque nadie oía de qué.
La
gente le daba comida a veces, pero como empezó a oler pegamento con el
charamilero, si uno la miraba, lo que pedía era pisto. Y para eso si ya no estábamos. ¿Quería
comida? Estaba bueno, no la íbamos a dejar morir de hambre tampoco, pero que
pidiera para waipe y pegamento nos puso bravos. Además ya no se aguantaba su
peste. No se miraba tan sucia tampoco, pero traía un hedor como a chucho muerto
que no se iba ni a cuentazos y ya para ese punto, ni Don Flavio la aceptaba en
su tiendita.
-Ella
solita se echó la sal. Todo por andar hueliendo pegamento- me dijo mi mamá un
día que la vimos cerca de la casa con el charamila. Yo solo le dije que si con
la cabeza, mientras nos cruzábamos la calle, para no pasarles cerca.
La
Marcela ya ni llegaba a donde su tía.
Dormía con el chara en las banquetas y cuando llovía, se envolvían en un
plástico azul y se subían a los bordes de los almacenes que tenían persianas de
metal. En el día se iba solita para el parque central a pedir fichas. Y la gente le daba dinero. Es que daba
lástima verla, tan patoja y tan perdida. Se empezó a juntar con los bolitos de
allí del parque y la miraba uno en marita, cerca de la concha acústica,
recogiendo latas para vender, siempre con una bolsita de Flex en la mano o con
un waipe sucio, y el muñeco (metido en una bolsa negra) chineado en la
otra. Lo bueno es que allí en el centro
siempre llegaban grupos de voluntarios a dejar comida y por eso no se murió de
hambre. Pero eso de andar con bolos ya no es lo mismo que con los locos que huelen
pegamento. Yo creo que por eso la mataron.
Andaba
la bulla por la cuadra de que habían encontrado a la Marcela degollada por la
quinta avenida y cuarta calle creo. Salió hasta en las noticias. Parece que se
peleó con uno de los bolos y esos no perdonan nada. La degollaron y le quitaron su suéter lleno
de latas, que era lo único que cargaba que tenía algo de valor. Lo malo es que
hasta allí entendimos por qué cargaba el muñequito.
Cuando
llegó el ministerio público y estaban levantando el cuerpo, un investigador
como que vio la bolsa y la abrió. Y vio al muñequito. En La Extra decía que el
trapo se estaba pudriendo. Lo que pasó es que la Marcela, de plano entre la
loquera, se había ido a meter al cementerio y sacó la cajita del nene. Como no
se lo pudo llevar todo, le quitó la cabeza y le hizo un cuerpo con los trapos
que llevaba. Lo que no sabemos es por qué le habrá echado cera en la cara, pero
de plano que fue porque cuando lo hizo, no estaba tan loca o tal vez para que
no vieran que cargaba al güirito. Doña Marta, la de las tostadas, dice que cada
quien tiene su trabe y de plano que tuvo sus razones para hacerlo. Aparte a
ella le gustaba el color celeste. Yo siempre pensé que su mero color había sido
el amarillo.
Nadie
había ido al cementerio a visitar al nene. Fuimos el domingo pasado para ver si
mirábamos algo. Ni mi mamá ni yo nos
acordábamos de por dónde se había quedado, pero como don Flavio tenía el número
del nicho, con eso lo fuimos a buscar. Nunca le pusieron lápida. Yo toqué el
repello y no estaba roto ni nada. Nos pareció raro. Le puse flores y le recé un
poquito. Le pedí que perdonara a su mamá, en lo que otra señora y mi mamá iban
por agua. Cuando terminé, me puse a ver las inscripciones de las otras
tumbitas. Había una que estaba medio rota de una orilla y eso me dio
curiosidad. Era más reciente que la del hijo de la Marcela, pero se miraba más
maltratada, como si la hubieran abierto y vuelto a pegar de los lados. Pero
fuera de eso, si uno miraba bien, la lápida estaba completa, solo lastimada de
una orilla. Ya no pude ver más porque en eso llegó mi mamá con el agua,
limpiamos y nos fuimos.
Nunca
supimos que pasó, pero yo creo que la Marcela agarró la cabeza equivocada
cuando se metió al cementerio. Yo también leí el periódico y vi las fotos, y la
cabeza que allí se miraba no se parecía a la del patojito desnutrido que ella
tenía. Pienso mucho en ella no sé por qué, y no me da miedo lo que hizo, pero
si mucha tristeza. Me consuela saber que no cargaba la cabeza correcta. Al
menos dejó descansar a su nene completo. Ojalá ella también pueda descansar
ahora, y ojalá no haya arrastrado la locura a donde sea que se haya ido.